Opinión

Un hotel sin vistas

Hace frío en este viejo hotel. Me arrimo a la calefacción que es un acordeón metálico y gris. El calor llega despacito como un anciano y calienta mi habitación con tibieza.

Hago de la mesita de noche una mesa de despacho con su cajón y todo. Allí meto mis bolígrafos. Azules para escribir y rojos para subrayar. El lápiz amarillo lo meto entre las hojas del diccionario general de Psicología y parece un bocadillo de sabiduría. Hay un flexo al que alguien ha curado de una rotura con un esparadrapo ahora bastante sucio. Lo pruebo y funciona pero su luz se desparrama amarillenta y cutrosa, como una emesis enfermiza, hasta la pared del baño.

Suelo sacar la ropa de la maleta para colocarla en el armario. Lo hago. Las camisas las desplancho y las cuelgo cada una en su percha. Así, todas juntas, parecen una reunión de espectros. Me da la sensación de que este hotelito no debe tener la calificación de tres estrellas que me aseguraron. Dejo de pensar que me están timando y miro por la ventana.

He de pasar la mano por el vaho. Los castaños locos que ocupan toda la glorieta ya se han quedado en porreta. Un hombre en bicicleta pasa raudo mientras se abrocha el casco. La señora del  Bichón Frisé tira levemente de la correa y parece que está sacando a pasear su esponja del baño. El perrito salta juguetón y está a punto de tirar a su dueña que resbala. Es normal porque la helada, ese beso de porcelana, le da un aspecto cromado a este inicio de bulevar. Creo que hace más frío. Un grupo de niñas de las monjas caminan en grupo, mientras la superiora se coloca las orejeras negras. Si fuese un irreverente diría que parece un pingüino.

Abro la ventana. Se me hielan las orejas y la punta de la nariz. A quién se le ocurre con este frío. Pero lo necesitaba. Aquí dentro me aburro esperando que sea la hora en la que impartiré un curso para profesores. Hablaré de la importancia de la Solidaridad. Me dejo caer en el butacón y reposo mi cabeza sobre el tapete hecho a ganchillo. Me tapo con la colcha de topos verdes de mi cama. Ese cierto calor me adormece y cuando me despierto, sobresaltado claro, ya son las siete. Doy un fuerte empellón a la puerta de mi pequeño coche al tiempo que piso a tope el acelerador.

La sopa, a las 9. El vapor sube desde los fideos. La punta de mis dedos sí que se me hacen huéspedes como lo soy yo en este día 22 de noviembre. Los hago cabalgar sobre el mantel a cuadros y percibo un galope suave como de un jinete lejano. Los tengo medio congelados porque la calefacción en aquel caserón educativo era bastante peor que en esta fonda de mala muerte. Al tomar el café leo, lo hago siempre, el mensaje de mi azucarillo: “Los mejor de este establecimiento siempre es nuestro cliente”. Sonrío socarrón, cómo no. 

Al volver al segundo piso en el ascensor todo pintarrajeado, también lo leo. Está lleno de nombres en inglés. También hay uno en tinta permanente: “tonto el que lo lea”. Esos literatos de pacotilla me han dejado ese mensaje irrefutable. Al lado de los botones y encima de un teléfono borroso de emergencias alguien se ha esmerado y ha escrito este grafiti: “GO TO YOUR COUNTRY”. El frío me parece, entonces, un cúter que va por ahí dando mil cuchilladas.

Cuando, apenado, me acuesto y me acurruco…pienso que en nuestro mundo hace bastante más frío que en este hotelito de Valladolid.

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