Opinión

VENDIMIA

En los últimos días de agosto y primeros de septiembre aquellas preciosas uvas se ponen mimosas, blandas y dulces.  El agricultor que está al acecho se deja convencer fácilmente y cae seducido ante esa cosecha que le llama vegetal y lúbrica. Rendidos se ponen a prepararlo todo. Las voces en las casas son ahora urgentes y ágiles.
 Se reparten los papeles aprendidos desde hace años. Yo ya desde chico me reservo el de capataz que viene a ser siempre pausado y carente de responsabilidad porque al fin todo saldrá bien. Hay otros capataces, claro, los que saben coordinar, mandar sin dar voces, animar al personal. Están los cortadores siempre hábiles que manejan las cuchillas, los cuchillos, las navajas como un ejército criminal pero inocente que va degollando sin miramientos, pero con rigor, eso sí, el montón de racimos que se van apilando en los cestos o en las cajas. Si entonces les miro no veo más sangre que la de la garnacha tintorera y más dolor que el de las espaldas de los porteadores que suben, bajan y se animan con gritos de fuerza.

A lo mejor son más hábiles las mujeres pero no lo digo para que no se me enfaden los hombres y me manden a freír espárragos. Pero la verdad, ellas son capaces de tomar aquellos sarmientos perfectos y llenos de fruto con esmero y candor. Entonces, confiado, cuando menos se lo espera el racimo, recibe el tajo. Los hombres van más a lo tonto y rebuscan entre el follaje verde de la vid como quien busca una ubre de vaca para ordeñarla.

Los trasportistas miran más a lo lejos, hacen algo de trampa y se ponen las mascarillas de la pandemia como si fuesen barbuquejos para echarse un cigarro blanco y prohibido detrás de las lonas del camioncete. Entonces el dueño de la viña tose. Es un rapapolvos mínimo que sirve a la gente de la vendimia para bromear un casi nada.
Los espacios entre líneas son ahora perfectos. Antes eran más a mano alzada. Vienen unos técnicos de la cooperativa o de la bodega y hablan entre ellos de madurez, de acidez, de proximidad e incluso de precios pero a los gorriones marrones les da igual y sólo se preguntan, se lo están preguntando desde tan temprano, el porqué los humanos invaden su territorio que creían propio y les están expropiando. Pasan juntas algunas golondrinas y los vendimiadores miran preocupados aquellas nubes contra las que se recortan blanquinegras. Les entran las prisas no sea que aparezcan las lluvias que harían penoso el trabajo pero que además harían perderse aquellas uvas blancas que este año tienen tan buena pinta. Hablo de las de godello, de las de caíño blanco, de las de albariño, las treixadura, las palomino y las doña blanca. 

El ritual del vino es majestuoso. A través de los siglos la humanidad ha pisado las uvas. Ese proceso, ahora tan mecanizado, permite sentir cómo palpita el racimo y mancha las piernas y los pies de las mujeres, aún vírgenes, purificándolas. La cuba, vientre redondo, engendra el vino. Se “barra” la cuba igual como se construye al hombre, de barro. Luego se sangra y es entonces cuando Dios baja despacio y se eucaristiza en el mouratón o en el mencía.
Caen unas chispitas minúsculas pero yo sé que no es para mojar sino para poner bonita la viña de “A Cabaxe”.

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