Opinión

Volver a casa

Me gusta este valle porque se abre de par en par y entonces lo atraviesa un papel de plata que, a lo mejor, es un río que baja de la montaña. Ahora mismo que el agua reverbera el fulgor ya incipiente de la luna; ahora mismo, digo, me busco allá en el interior de la nostalgia. Ahora que la noche empieza a desnudarse deshonesta sobre los álamos, ahora que han retornado las vacas, que las ovejas se han lamido todas las piedras salitrosas, que los automóviles se mueven sonámbulos, ahora  que el pueblo, dormilón, se frota los ojos como un niño.

Entonces ya no camino hacia fuera como lo hago habitualmente a pleno día, sino que camino hacia dentro, hacia los sentimientos que tengo colgados en los roperos que me ha regalado el tiempo. Abro sus puertas y me quedo pasmado viendo la niñez pasada y a mi madre y a la tuya, con mandiles a cuadros, dándonos un bocata de mantequilla o de chocolate, y cómo nos vamos corriendo aquellos amigos de la infancia, sin ninguna prisa, por la barbacana; la adolescencia llena de pupitres y de guapura de las muchachas, estremeciéndonos al tocarlas, sólo, eso sí, con los dedos de los ojos, con la mirada; la madurez… pues como la tuya… una lucha interminable o una gozada; y la vejez que, astuta, nos está esperando, a nada que te despistes, escondida como una zorra roja tras las hojas mal pegadas de los almanaques de propaganda.

Pero entrar dentro de uno, así, a pleno, tiene sus desventajas porque resbalo en el piso húmedo de las palabras y me voy golpeando contra los muros que un día salté y creí que ya no estaban. Si escucho, entonces, los pasos que voy dando suenan como a cartón y a mermelada. Y ya dentro, veo la habitación vacía. Como si un ladrón o cien ladrones hubiesen entrado, nada secretos y se me hubiesen llevado los muebles del alma. Y cuando creo estar solo y desolado como un eucalipto sin sus sésiles hojas, alargadas y grises, entonces oigo otros pasos y veo a quien me dice que siempre ha estado allí esperándome sentado en el zaguán de mi casa. Le digo que hoy, por pura casualidad, en este “outlet” de enero, en este invierno a punto de fenecer, me ha dado por ahí, por mirarme dentro con añoranza. A lo mejor no venía porque sentía miedo como Adán y Eva en el primer jardín de la vergüenza y de la manzana amarga.

Pero… ahora ya lo he hecho, por fin. Y me pasa como al gato de rayas amarillas que se ve en el espejo y no se reconoce y entonces… maúlla, o como al perro que ve su sombra moverse inquieta y va y le ladra.

Si vuelvo afuera, está lloviendo y lo hace sobre los membrilleros, las calles estrechas y las preciosas casas. El viento se rasca como un joven ciervo contra los sueños que ahora se fabrican, sobre los jergones, en todas las moradas.

Las sombras, como un ejército fantasmagórico, van apoderándose de todas las cosas. Se agachan tras las escaleras pétreas de la iglesia, se estiran debajo de la parra de la plaza y se comen a bocados la evanescente luz de las ventanas.

Oye… es bueno, de vez en cuando, mirar para dentro y charlar un poco con quien tú no lo sabes, pero te aguarda.

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