Opinión

Waterman

Coger mi Dyane 6 e irme doblando sobre las más curiosas carreteras de aquellos pueblos que limitan con Galicia desde el atávico Bierzo, era una de mis actividades preferidas en esos días en los que yo intentaba aprender un oficio que era más un saber estar que un saber hacer. En esos días braqui cortos en los que la luz es un gazapo que se esconde rápidamente poco más allá de las seis de la tarde, buscaba desesperadamente la conversación con los que eran como mis hermanos mayores, a los que escuchaba con fruición. Además he de decir que se comportaban fenomenal y no pocas veces aparte del cafelito con galletas que me servían encantadas las señoras amas, a veces hasta me caía una rica sopa de cus-cús con avecrem o un caldo con chorizo colorado y berzas.

Ha de creérseme que podían ser las dos y pico de la mañana y yo oía, ya he dicho con qué interés, las advertencias con las que me iba aleccionando el visitado de turno, siempre aderezadas con alguna historia ya algo mohosa pues se refería a veinte o treinta años atrás. Eso sí, siempre aliñadas con un punto de ironía que hacía vivir lo contado como si hubiese ocurrido antes de ayer. Esa socarronería mansurrona y de segundas, era la propia del bueno de don Novenio al que correspondió la visita, que hoy cuento. Aquel chico, que era yo, recién salido, aparte de curiosidad y ganas de cenar, apenas si podría ofrecerle unas risas chasqueantes, estrepitosas y sinceras. Yo veía que a él también le venían de rechupete pues se sentía vivo y alagado de ser oído con tanto interés.

Tenía una pluma estilográfica… comenzó contando don Novenio, mientras con un golpe de ojos hizo desaparecer del singular comedor a la buena de… Bueno, vamos a suponer que se llamase Angelina, que se retiró discreta. Pues te diré, continuó… que era una pluma preciosa. Ahora ya no las hay. Sólo esos bolígrafos que son una porquería. Me volvió a recalcar lo muy extraordinaria que era su pluma con un cargador a rosca que chupaba del tintero “Pelikán” aquella tinta azul marino. 

Mientras me contaba él, yo iba dejando llevarme por su acorchada voz que me transportaba a aquel mundo que él describía. Pues sabes lo que te digo, continuó, que en ese tiempo coincidió que tenía yo un sacristán no tan viejo pero pelma un rato largo. Y al canalla se le metió, entre ceja y ceja, que esa estilográfica sería para él. “¡Qué bonita es!”. “¡Bien me vendría para el traje nuevo!”. “¡Usted para qué la quiere si tiene más!”. Y así día tras día. Impertinente. Insufrible, verdaderamente insoportable, se volvió tan cargante que un día por poco me gana la cólera y entonces, ya rendido, se la regalé al pesado escolano.

Creí que ya había terminado la historia, mostré cara de agradable audición y cuando iba a decirle algo me silenció y continuó. Aunque sin revelarte ningún secreto de confesión, te contaré que en ese tiempo una feligresa confesó que el tal sacristán, día tras día, no sólo le tiraba los tejos sino que pretendía propasarse. 

“Y yo… -me dijo, bajando el tono de voz-, ¿sabes qué pensé sabiendo lo cócora y cataplasma que era mi sacristán? … Ésta… la semana que viene…o mucho rezo por ella o... peca”.

Aquel día aprendí, gracias a esta cuchufleta, que en ese oficio era imprescindible la candidez de las palomas pero también la picardía de los ofidios.

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