Opinión

No hay planeta A

Nunca hubo un Planeta B, pero ya tampoco un A, cual hemos percibido al perderlo. No hay una Tierra de repuesto, ni siquiera una ñapa para ir tirando cuando la rotura es tan enorme, pero los nuevos inquilinos del mundo, los jóvenes, tal vez logren apuntalar la ruina con su entusiasmo, si es que con los años no se les desmaya.

Miles, millones de adolescentes y de jóvenes han salido a las calles de todas las ciudades del mundo para expresar su voluntad de evitar el derrumbe de la casa común que en tan malas condiciones han recibido. Cuando llegaron a ella, hace poco, ya presentaba grietas descomunales en los propios cimientos, que son los que pone la Naturaleza para poder edificar cualquier cosa, la vida sin ir más lejos. Cuando llegaron, ya nada era lo que había sido ni lo que debía de haber seguido siendo, pero han debido enterarse y se han propuesto lo que sólo los jóvenes pueden proponerse, revertir lo irreversible.

Cuando llegaron, el Planeta ya no era el Planeta A, a menos que pueda concebirse una Tierra prácticamente sin ranas, sin gorriones, sin abejas. El agua del mar contenía más plástico que sal, en los fondos submarinos destilaban sus venenos los pecios activos de la II Guerra Mundial y de otras guerras, y la radiación de los nuevos vertidos ya producía mutaciones hasta en las especies abisales. Cuando llegaron, el Planeta ya no era A, la atmósfera era una niebla infecta en las ciudades, y en el campo ya no corrían limpios los arroyos ni las plantas sabían, en puridad, cuándo germinar, deshojarse o florecer.

Cuando éstos chicos llegaron a la casa, a la Tierra, ésta ya se deshacía velozmente por los polos, y unos mares se secaban y otros, recrecidos, amenazaban los pocos acuíferos de las secas tierras del interior. Tampoco había ya estaciones, ni la Corriente del Golfo andaba ya en sus cabales, y los lobos, los osos o los jabalís ya habían perdido su natural sustento y caían al anochecer, hambrientos e indigentes, sobre los basurales.

Esos jóvenes no conocieron el Planeta A, ni el sabor de la nata de la leche al hervirse ni el de los tomates, pero se aferran a sus restos, a lo poco que han pillado, sabedores de que hasta eso poco desaparecerá por la invariable codicia y avilantez de sus mayores. Ojalá esa determinación, esa conciencia, les salve.

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