Opinión

Una anunciada visita

Hoy, día de la Ascensión de Cristo a los cielos comienza la última semana de la Pascua Católica que culminará el próximo domingo con la solemnidad de Pentecostés, la anunciada venida del Espíritu Santo. Pentecostés es el broche de oro en este tiempo gozoso, y central del año litúrgico. Serán 7 semanas para destacar la importancia que en la vida cristiana tiene Cristo muerto y resucitado. Con su resurrección, causa y fuente de la nuestra, todo lo ha hecho “nuevo”: nos dio la vida nueva, el Testamento nuevo, la Pascua nueva y eterna, el mandamiento nuevo, el canto nuevo y la esperanza nueva y definitiva.

Tal vez alguno se pregunte: ¿qué significa tanta novedad? La respuesta, desde la fe, es clara: lo viejo ha pasado, lo caduco ha quedado enterrado, la fuerza y la gracia de la resurrección con su dinamismo, ha prendido en el mundo. Es una fuerza transformante y lo arrastra todo hacia lo eterno, lo santo, lo transcendente, lo sobrenatural y lo misterioso penetrado de verdad y vida sin fin. La prueba la tenemos en la Eucaristía, donde el pan y el vino por la Palabra de Dios y la acción del Espíritu Santo, se convierten en algo eterno y de la “otra orilla”.

Pentecostés es el día tan anunciado por Cristo, el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstolos y la Iglesia. También lo celebramos en el Bautismo, donde el bautizado recibe al Espíritu que le convierte en templo suyo. La tercera persona de la Santísima Trinidad desciende efusivamente en la Confirmación acrecentando todo lo del Bautismo y orientando a la Eucaristía donde desciende para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y sangre de Cristo y a los que participan, en Iglesia de Dios.

Pentecostés se hace realidad en el sacramento de la reconciliación perdonando los pecados; actúa también en la Unción de enfermos donde el Espíritu comunica consuelo y alivio, y desciende sobre los nuevos esposos para acrecentar en ellos el amor fiel y fecundo. Y el Espíritu desciende sobre el Diácono, Presbítero y Obispo para configurarles con Cristo sacerdote y hacerles instrumentos del ministerio de Jesucristo.

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Su papel es conducir a los fieles hacia Jesucristo, sometiéndose a una “humillación” mayor todavía de la que aceptó gustosamente Jesús quien pasó “por uno de tantos”, pero a través del hombre se mostraba Dios. El Espíritu Santo ni siquiera se viste de la condición humana, sus símbolos son menos captables: llamas de fuego, viento, el dedo, la paloma, la imposición de manos, el insuflar, etc. Quizás por eso, ha sido y permanece todavía siendo “el gran desconocido”. Pero es el Amor de Dios.

Cristo prometió que enviaría el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad tan Dios como Él mismo y como el Padre. Lo anunció y lo envió cumpliendo su promesa y en este momento nace la Iglesia.

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