Opinión

Los novios de la muerte

Por estas fechas todos los años, unos cuantos viejos celebrábamos con una comida conmemorativa, (que esta edición tenemos que suspender para no desafiar al coronavirus ni a las autoridades) nuestra licenciatura de aquella mili obligatoria que se hacía en tiempos de su Excelencia, solo los hombres, eso sí, todavía no había llegado el Ministerio de la igualdad. Si esto sucedía a comienzos de los años sesenta del pasado siglo,es fácil adivinar que la media de edad de estas reuniones se acerca ya a los ochenta años, por barba vieja.

Ninguno nos podíamos imaginar que llegaríamos a estas alturas después de tantas incertidumbres, peligros, colesteroles, tensiones, fatigas, puertos, aeropuertos, curvas y baches. Tenemos que felicitarnos de haber conseguido llegar a viejos, qué bonita palabra, es un orgullo, de verdad, sobre todo al recordar a los que ya no siguen en esta carrera de la vida.

Nuestra generación no hizo la puta guerra aquella que habían hecho nuestros padres, bien a su pesar, dispuestos a morir por una patria sin que ella se enterara o enterase, en una época en la que el personal no estaba acostumbrado a aguantar como lo estamos ahora tapándonos los ojos, la nariz y las orejas, además de la boca con la mascarilla obligatoria, para poder seguir silbando al aire resignados, y no se nos ocurre enviar al ejército contra las pateras que nos llegan de Marruecos en una nueva edición de la marcha verde, esta vez marinera, sino a rescatarlos y prestarles asistencia.

Nada parecido a los convulsos tiempos del verano de 1936 que, por un quítame allá una bandera, una blasfemia, una iglesia quemada (como la de Barbadás, del párroco Serafín López, mi tío, hermano de mi madre Pastora) o unos tiros al amanecer, se organizaba un perifostio o alzamiento nacional de no te menees, que con eso de que en España empezabaamanecer, se pusieron en marcha todas las máquinas de matar disponibles por tierra mar y aire. ¡Ay Carmela, ay Carmela! ¡Volverán banderas victoriosas! ! No pasarán! Y tal y tal, y los palios con las bendiciones apostólicas, y los venticinco años de paz iencia, e “deixa que xa” e “xa me entendes” e “ímola virando” . Era lo que se llevaba. Era lo que había, y seguíamos ”palante”

Teníamos 18 años, no hicimos la guerra, tampoco el amor, al menos de momento. No hicimos la guerra, pero todavía estaban calientes sus recuerdos cuando nos presentamos voluntarios en el antiguo cuartel de San Francisco de Ourense para quitarnos de encima cuanto antes el obligatorio servicio militar y poder empezar a volar. Éramos 64 voluntarios, es un decir lo de voluntarios, quedamos apenas unos veinte: Alfonso Arias. ¡Presente! Mi sargento, ese hombre hispano-mexicano que susurra a los castaños allá por el Larouco de Valdeorras, que se encarga de tener nuestros teléfonos y de liderar estos encuentros anuales y seguir pasando lista hasta que la muerte nos separe. 

 Segismundo Bobillo. ¡Presente! Delmiro Babarro ¡Presente! y así; José Barros, Ramón Canal, Eloy Couto, José Luis Díaz Cortizo, Manuel Fernández, Francisco González, Manuel Lamas, José María Losada, Manuel Navas, Bautista Navares,Eduardo Peña Rey, Francisco Pérez, Manuel Prada, Venancio Pardeiro, Manuel Roqueiro, Eladio Tesouro, José A. Ribela y José María Valcárcel.

Los demás se han ido marchando al puesto que tenían allí, haciendo guardia sobre los luceros. Esto vale para todos, porque a la antigua usanza, no sabíamos quiénes eran de derechas, izquierdas o de frente, solo quienes eran gilipollas. Las últimas bajas; Carlos Iglesias, Antonio Bolaños, José Luis Alonso, Juan Luis Ropero. Os recordaremos siempre.

En nuestras marchas hacia el campo de tiro de El Cumial, íbamos cantando canciones: “Ardor guerrero”, “Yo tenía un camarada” o “Soy el novio de la muerte” que nos hacían recordar, aunque éramos muy jóvenes, lo efímero de la vida. Ahora que estamos en el tramo final del camino hacia la última frontera, tal vez lo entendamos mejor pero, de todas formas, brindaremos en la distancia por volver a encontrarnos y poder darnos el abrazo que en esta ocasión no podemos darnos.

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