Opinión

¿Por qué non escribes? ¡Carallo!


Este fue el saludo que me propinó un viejo amigo, en todos los sentidos, con el que me encontré en una calle de Madrid hace algunos días. Hacía treinta años que no nos veíamos. “¡Qué alegría me deches, compañeiro! Pensei que morreras, Moncho, ¡alma do carallo!” (otra vez carallo, es muy socorrido en ciertos casos) . No sé si estará bien escrito, porque, para los de la posguerra, el gallego era solo de oídas, pero, más o menos, creo que se podrá entender este espontáneo diálogo, más bien monólogo, surgido en ese inesperado encuentro.

Ya sabemos que los encuentros en las grandes ciudades son producto de una casualidad, no como en una pequeña, como Ourense, que sabes que a ciertas horas, te vas a encontrar con fulanita o con fulanito en una calle por la que, estás seguro, va a ir caminando con más o menos salero, garbo, donaire y tal vez con bastón, como hace todos los días. 

Como pasa siempre, todas las situaciones y circunstancias tienen sus ventajas y sus inconvenientes, y esto de encontrarse inesperadamente con un viejo amigo, al que ya casi apenas reconocías, después de haber pasado treinta años desde el último contacto, convierte este encuentro en un acontecimiento que recordaremos ambos hasta el final de nuestros días.

El que mi anciano amigo, al no encontrarme últimamente los martes en La Región, pensara que ya no seguía respirando oxígeno en el mundo de los vivos, tampoco nos debe sorprender demasiado, cuando, a ciertas edades, pongamos que ochenta añitos de nada, dejas de oír, ver o leer, en este caso, a una persona que conoces desde hace muchas décadas, enseguida piensas que se ha ido de viaje a las galaxias sin tener que utilizar ese carísimo cohete del tal Elon Musk.

 La ventaja de haber cumplido ochenta años, es saber que te puedes morir en cualquier momento, es decir, que es la edad en la que ese postrer acontecimiento no debiera constituir una sorpresa, no hay más que echarle un vistazo a las esquelas, al tiempo que te ayuda a comprender ese concepto de muerte natural, aunque estemos muy animados y sigamos cantando en las celebraciones, que cumplamos muchos más.

De lo que no había caído en la cuenta es de la posible responsabilidad que yo hubiera podido contraer (ahora que se amplían todos los derechos y nuestros ingenuos gobernantes están empeñados en regular cualquier actividad humana, dictándonos lo que tenemos que comer, beber, cobrar o sentir) al dejar de ocupar ese espacio de los martes, que gentilmente me había cedido La Región, y que, desde hace algún tiempo, sin pedir permiso ni autorización alguna, dejé de ocupar, cosa que, según dice mi amigo, y ahora quiero pensar que alguno o alguna más, le produjo cierto malestar y desasosiego, al haberse acostumbrado durante u nos cuantos años, a desayunar las mañana de los martes, leyendo mi artículo.

Por eso, con propósito de la enmienda y pidiendo perdón por mi ausencia a los lectores que me seguían, prometo, siempre que los señores de LÑa Región me permitan el reenganche, seguir acompañándoles en el desayuno de los martes, hasta que la muerte nos separe.

De momento, seguimos respirando.

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