Opinión

La lamentable impunidad del botellón

El botellón es uno de esos problemas que retrata el fracaso de la gestión pública incapaz de responder a las necesidades básicas de la ciudadanía. Las restricciones derivadas de la pandemia y el nuevo modelo de ocio juvenil se enfrentan a los recortes en los cuerpos policiales para agravar una problemática que Ourense sufre desde hace lustros a caballo de la política local. Porque entre otras renuncias, nuestros administradores también han dimitido en el objetivo de cortar las borracheras juveniles descontroladas y solo la presión de las portadas provoca una leve reacción: tras unas semanas de trabajo preventivo en las plazas, la situación se relaja, los agentes se van, los jóvenes vuelven y el ciclo vuelve a empezar en una lógica perversa.

El botellón es vandalismo de sábado por la noche en la vía pública. No hay nada que entender en estos actos incívicos y su celebración es inadmisible: la práctica ensucia las calles, molesta a los vecinos, daña a la hostelería y, sobre todo, castiga la salud de nuestros jóvenes por la ingesta irracional de cubatas de alta graduación y baja calidad. El consumo de alcohol debe tener ciertos marcos para evitar los descontroles: los propios precios en los pubs y discotecas cumplen una mínima función reguladora y el necesario control en el servicio impide que los menores de edad accedan a él antes de tiempo.

El Valedor do Pobo ya alertaba en 2013 de la dimensión del problema en Ourense: desde entonces las generaciones y modas han cambiado manteniéndose la insoportable impunidad del botellón, prohibido por la propia Ley de Saúde autonómica y con normas específicas en A Coruña, Santiago o Vigo desde hace años. Pero en esta ciudad, gobierno y oposición instrumentalizan hasta la convivencia entre el descanso vecinal y el ocio nocturno como se puede medir en la ordenanza bloqueada durante cuatro largos años. Y en este tiempo apareció el covid, acelerador de las muchedumbres alcohólicas en buena parte de España y con la respuesta municipal como gran diferencia. Es tan evidente el disparate de apelar a la violación de libertades individuales para frenar a los chavales como que una localidad de 100.000 habitantes no necesita alta política para garantizarse madrugadas tranquilas: la clave siempre ha estado en favorecer la cooperación policial, controlar cada noche de fin de semana los centros neurálgicos para impedir esas concentraciones, agilidad para tramitar las multas que sean necesarias -también a los locales incumplidores, para evitar que paguen justos por pecadores- y estimular planes alternativos.

Y por cierto, en la previa del Magosto: ¿Ourense volverá a consentir un año más esas vergonzosas fotografías de Montealegre lleno de basura en la resaca de la fiesta?

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