Los placeros son un activo en la economía de la ciudad y la Alameda es un corazón de su vida social. Fue la política local la que entremezcló la suerte de ambos con una lógica autodestructiva: durante años negó la reforma del Mercado mientras maltrataba el espacio contiguo. Para intentar solucionar veinte años después el primer agravio terminó de ajusticiar el segundo, situando en su paseo central ese mamotreto que nunca debió plantarse ahí. Y no porque los comerciantes no merezcan el máximo respeto. Al contrario. Pero esa “solución provisional” nació torcida en 2017 y hoy evidencia la precariedad de un remiendo que amenaza con convertirse en un problema crónico.
El terrible diseño de la operación y la impericia política se miden al constatar que más de cuatro años después ni siquiera hay un plazo para que la Alameda recupere su libertad: todos los retrasos no han logrado acompasar el final de la reforma con el desalojo. Precisamente, La Región narraba hace cien años las discusiones sobre la ubicación del nuevo mercado pero habría que esperar 14 años para su inauguración. Un siglo después, y con el fin de las obras previsto en febrero del 2022, la incertidumbre vuelve a mandar: cuál será su modelo comercial, recibirá por fin el Rianxo el trato merecido, quién financiará esta segunda parte de los trabajos. Nadie ofrece respuestas, pasa el tiempo y la otrora bella Alameda acelera hacia la marginalidad.
El fallido mercado de A Ponte, ese que Jácome prometía reabrir en 90 días, sirve como aviso de la atención con la que se debe escuchar a los placeros. Otras ciudades marcan el camino: Santiago, la Boquería barcelonesa, la Ribera bilbaína… han sumado a su rol dinamizador el atractivo turístico para convertirse en el mejor escaparate del producto local. Por el nivel de la gastronomía, la elegancia del edificio y su ubicación, la Plaza de As Burgas tiene un valioso potencial pero esta reivindicación debe hacerse sumando a la Alameda y no a costa de seguir ahogándola. Ya es imposible esperar más: agilizar las obras para liberar este espacio y ponerlo en valor es otra de las deudas que tiene la política ourensana con sus vecinos. La lista tiende al infinito.