Opinión

Aquella juventud y sus trastadas

En nuestra Urbe, los lugares de esparcimiento juvenil regulado no eran demasiados, en tanto que la generación de posguerra (década de los 40), era por razones obvias muy numerosa. Entonces se utilizaba más la calle independientemente de que fuese espacio público o no. Se veía como normal el asueto en la rúa, en cualquier faceta, aunque a veces suponían riesgos las maneras de divertirse. He aquí algunos lugares donde se solía acudir para consumir horas de esparcimiento.


Túnel de San Francisco


No es que fuera demasiado largo, pero cruzarlo andando, hacia el viaducto o viceversa, tenía cierto peligro. Carecía totalmente de luz, estaba lleno de grandes charcos de agua y había murciélagos en cantidad (hacemos notar que aún no estaba hecho el tendido de vías entre estaciones); era una machada de juventud. Los que lograban pasarlo presumían de ello. Según la hora del día se cruzaba mejor en un sentido que en el otro, por la incidencia de la claridad solar entorno a las bocanas. Cuando se intentaba era probable que los de otra panda se enterasen (en la ciudad todo se sabía por el boca a boca, a tiempo real), y la emprendieran a pedradas con flechas (tirachinas) hacia dentro desde la boca de destino de los excursionistas, con lo que había que darse la vuelta y desandar lo logrado saliendo otra vez por donde se había entrado. Era un divertimento que los intrépidos rapaces (no niñas) asumían conscientes de algún peligro sobrevenido, pero eso era precisamente la fuente de incitación. Se echaba imaginación para todo.


La barronca


Era el terraplén producido por vertido de escombros desde el fondo de la Alameda del Concello sobre la margen derecha del Barbaña, para ampliar el camino (hoy rúa tras Alameda). Trepar o descender por el susodicho terraplén con una pendiente de 45o, y aún sin haberse consolidado por ser eso, una escombrera, sí que era un riesgo; un juego peligroso; un pie mal puesto te hacía rodar hasta el río. Pero por eso era atractivo el intento, burlando a algún municipal que de vez en cuando se asomaba para echar del sitio a la todavía imberbe rapazada, en pro del riesgo. Alguna bicicleta cayó por el terraplén, empujada por los espabilados y crueles rapaces mientras su despistado dueño (privilegiado por ser poseedor de una bici, ¡qué lujo!), otro rapaz claro, se despistaba y la dejaba de mano en algún momento. Luego tenían que ir a buscarla por un camino que partía de As Burgas, pasaba por el fondo de la Praza de Abastos y bordeaba el Barbaña. La bici sí que aparecía allá abajo, pero toda escangallada. Eso sí que era una faena.

EL CAMPO DE SANTIAGO

Daba mucho de sí, en verano era lugar de agradable pradera donde acudía mucha gente menuda en pro de la diversión. Abundaban los que se lanzaban al Miño para pasar la tarde chapoteando en el agua. Además, cuando el quórum era propicio se montaba rápidamente un partido de futbol. Lo malo era “embarcar de un patadón” el balón al medio del río; entonces la condición era que el que lo tiraba tenía que echarse a recuperarlo; y eso ocurría de vez en cuando. Otras veces, se alquilaba una lancha a Emilio el Barcas por cuatro pesetas que juntaban entre todos, para llenarla de rapaces, que cabían catorce más el remero, y navegar durante un par de horas. Al río se le tenía poco miedo; más bien se jugaba con la inconsciencia del peligro que suponía. A pesar de que, al no existir aún el embalse de Castrelo, la profundidad era menor y no se producían fluctuaciones. Se llegaba a subir remando hasta la destruida aceña de la Chavasqueira o el Puente Viejo. Luego vuelta, y “alanchillando” con la corriente a favor, a devolver la barca a Emilio.


El descampado de los Maristas


Al lugar acudían grupos de chavales de cualquier zona. Estaba en la parte alta de lo que ahora es Juan XXIII. Era el solar epicentro al que se accedía escalando un muro de dos metros que lo limitaba de la Calle del Concejo. El campo en aquellos tiempos era un auténtico multiusos para la gente joven cuyas diversiones estaban bastante limitadas, y en función de la imaginación callejera. Igual se jugaba un partido, como se montaba una trifulca o se organizaba una carrera pedestre a través del descampado. Además, el sitio era muy discreto; nada se veía desde la calle y eso era importante a la hora de decidir a donde ir a consumir un par de horas. A veces, se encizañaba a dos que no se llevasen demasiado bien, para que “lo arreglaran boxeando”. Se marcaba un cuadrilátero en el suelo, del que no estaba permitido salir los contendientes, y lo dilucidaban, mientras los seguidores de ambos jaleaban el encuentro. De vez en cuando algún municipal, cosa no demasiado frecuente, trepaba por el susodicho muro “espantando al personal”.

Había otros lugares de esparcimiento, la playa de la Antena, la explanada de Os Remedios, las estaciones, los solares tras el estadio... citamos solo cuatro. Otro día os hablo de otros sitios típicos, con sus curiosas peculiaridades. Hoy esas costumbres no existen, ni la juventud se divierte así. Las chicas hay que decir que no formaban parte de esos tropeles.

Como veis, la rapazada masculina era generalmente muy activa; vivía más en la calle y para la calle, rebosando energía. Las horas del día daban para todo, incluso después de tener que “hacer las cuentas”, que era como se llamaba a los deberes impuestos en la jornada escolar. De todos modos, la muchachada orensana era noble, sin mayor picardía que la lógica entre los 12 y los 17 años, que era cuando ya comenzaban a explorarse otros pasatiempos, no tan ásperos o asilvestrados… el cine, vueltas al Paseo, guateques, las misivas postales chicos-chicas, tomarse las primeras sangrías, etc., comenzando los fugaces escarceos amorosos… de cuyas artimañas y sus curiosidades también hablaremos otro día.

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