Opinión

Aquellos héroes de “a Vía”

Quienes en los últimos 50 años viajamos a Madrid cómodamente sentados o durmiendo en el compartimento de cualquier tren con relativa rapidez, para nada caemos en la cuenta de que ello es posible gracias a que muchos hombres dieron la vida en la construcción ímproba de un trazado de vía, sobre la más difícil orografía de la Península Ibérica. Fueron 95 túneles y numerosísimas vaguadas rellenadas con los escombros extraídos de las galerías, y los muchos viaductos, para una ejecución donde más de 4.000 hombres murieron en los 30 años que duró la titánica tarea, debido a las explosiones a destiempo en los frentes de ataque de los túneles, o aplastados por una roca desprendida durante las perforaciones, así como a la silicosis adquirida sin remedio en las horribles condiciones de trabajo.

Con aquellos héroes y sus familias estamos y estaremos en deuda siempre. Por eso acercar su recuerdo ya lejano a nuestros días, aunque solo sea con unas líneas, queremos que sea un sencillo y silencioso homenaje, más de medio siglo después, a quienes sacrificaron los mejores años de su existencia. Además, claro está, de los que fallecieron por hacer más grande Galicia, trabajando con medios infrahumanos con riesgo de perder la vida en cada metro de avance.
El nombre de “a Vía”, llegó a ser genérico durante toda la construcción del M.Z.O.V. entre Ourense y Zamora. Y en la zona de Verín por ejemplo, era frecuente el comentario de “ese traballa na Vía”… o “onte morreron outros catro na Vía”, frases que por ser tan reiterativas ya carecían de importancia.

Aquel día Franco y su séquito habían almorzado en Zamora. Era el 1 de julio de 1957. Por la tarde, tras la digestión del manjar, se disponían a inaugurar el segundo tramo de la línea férrea hasta nuestra ciudad, comprendido entre Puebla de Sanabria y Ourense. Los gobernadores de las dos provincias promulgaron severas órdenes en los pueblos para que acudieran en masa a las estaciones, para ver pasar el convoy y saludar con banderitas rojigualdas al "adalid". El tren estatal se detenía dos minutos y medio justos en cada una, con el fin de que Franco tuviera a bien corresponder con un gesto desde la ventanilla de su lustroso compartimento; estaba todo calculado. Después de Lubián, ya se llegaba a nuestra provincia, y a las siete de la tarde culminaban el viaje entrando en San Francisco con la locomotora engalanada, y a todo chiflar en olor de multitudes. Allí no cabía un alfiler. 

Los trabajos habían dado comienzo allá por 1927, reinando en España Alfonso XIII, y ahora el Caudillo se llevaba los honores y recibía los plácemes y aplausos, después de mil vicisitudes en que los trabajos se hicieron con medios manuales y rudimentarios. Se carecía de luz eléctrica, y la iluminación se llevaba a cabo con candiles de carburo, y sin medios de extracción rápida de humos de las pegas. Hasta que por 1942 llegó la energía eléctrica y se pudieron montar en las bocas los primeros compresores que proporcionaban aire descontaminado al avance interior de cada tramo.
Todos los túneles se acometieron de similar modo constructivo: progreso manual de calado y destroza, y con el escombro producido se rellenaban vaguadas con gran deficiencia de compactación. El tiempo las fue consolidando.

La guerra española paralizó el proyecto. Paradójicamente fue un respiro de aire fresco para tantos pulmones obligados a inhalar polvillo allí dentro. Los hombres que habían podido salvarse de ir al frente de guerra y trabajaban en los túneles volvieron a trabajar en el campo, en el cielo abierto de sus pueblos, pero los sueldos aun realmente míseros de “a Vía” no entraban en los domicilios, y eso se notaba. Aunque la salud personal de tan abnegados héroes de las serranas aldeas había sido irremediablemente tocada: la silicosis hacía mella en cientos de trabajadores.

Acabada la contienda, las ingratas labores se reanudaron, los hombres volvieron al tajo. La tracción de transporte de escombro al exterior seguía siendo animal, vagonetas arrastradas por caballos, así como la carga era a mano, y el vuelco en la escombrera, lo mismo. Los esfuerzos humanos eran ímprobos; perforistas, barrenistas, entibadores, encofradores, pinches, muleros, peones, listeros, vagonetistas, topógrafos, dinamiteros, conductores, etc., todos trabajaban bajo los auspicios de la manualidad más tosca, aunque no por ello ignoraban el riesgo. Un servidor conoce sobradamente como se realizan técnicamente en la actualidad los trabajos de ejecución de un túnel, por lo que me resulta fácil calificar de infernal la forma de explotación de aquellos miles de hombres. 

A partir del año 1945 más o menos, las condiciones mejoraron solo ligeramente: se montaron blondines inter-vaguadas, se electrificó lo más esencial, se instalaron equipos de extracción de humos, se mejoraron un poco los poblados de obreros, la perforación era ya con martillos neumáticos y el transporte con pequeñas locomotoras. A pesar de todo, los muertos por accidentalidad eran altamente frecuentes, llegando a sumar, durante las tres décadas de construcción, la cifra atrás mencionada. Y por eso, precisamente, por el tan considerable número de pérdidas humanas, es por lo que nosotros ahora viajamos cómodamente a la meseta en tren, contando mentalmente a través de la ventanilla los 95 túneles que vamos pasando. Y por eso también es por lo que mereciendo al menos los descendientes de tantos obreros fallecidos en “a Vía” esta consideración de recuerdo, lo traemos a este “Ourense de Ayer”.

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