Opinión

La dialéctica en años de posguerra

Los años de posguerra, que tanto marcaron a los ourensanos, se caracterizaban por los impuestos cambios de muchos aspectos sociales en los ciudadanos de Ourense. Os menciono un par de situaciones que se daban en los habitantes de la urbe en este “Ourense de ayer”. Una de ellas se refiere a cómo trataban de imponer el idioma castellano, tal vez para “unificar” lo más posible a los españoles en el aspecto de hacer una patria igualada, sin fisuras dialécticas por mor de regiones; la otra, el arraigo y característica que una gran parte de los ciudadanos tenía por el léxico concreto de “tacos y blasfemias”, precisamente utilizando el gallego como lengua vehicular. 

Las autoridades locales, obedeciendo órdenes tal vez de Estado, trataban por aquel entonces de promulgar que no se hablase gallego. Pero el pueblo llano se expresaba en el idioma de Rosalía porque le daba la gana, y además era como mejor se entendía desde tiempos inmemoriales. Veamos.

“Hable castellano, sea patriota. No sea bárbaro. Es de cumplido caballero que Usted hable castellano oficial. Viva España y la disciplina. Nuestra lengua es la cervantina”. Esta nota, así literalmente escrita, en modo de octavillas era esparcida en 1941 por las calles de nuestra ciudad y pueblos de vez en cuando, y alentaban a no hablar en otro idioma o dialecto que no fuese el que ellos definían como “oficial”, calificando de modo despectivo de “bárbaro, aldeano, basto, baturro, etc.” a quien no lo hacía. 

En la posguerra que tocó vivir, iban brotando inequívocas señales dictadas de imposición de cambios sociales encaminados al “remoldeo uniforme” de la vida ciudadana diaria. Pero aquello de imponer a los ourensanos la obligatoriedad de expresarse en castellano, como que no iba con la idiosincrasia de nuestro pueblo, que se comunicaba como quería, ¡faltaría más!, mandara quien lo mandara. Quiero contar aquí brevemente una anécdota que por los años 60 aconteció relacionada con este tema a don Manuel Fraga, cuando fue acompañado por varios alcaldes gallegos para agasajar a Franco en su residencia veraniega del Pazo de Meirás. A pesar de que los ediles fueron aleccionados antes de entrar de que había que contestar en castellano si el Caudillo les preguntaba algo, a uno de ellos se le escaparon unas palabras en gallego. Entonces don Manuel, que estaba a su lado, parece que carraspeó, y con discreción le pisó ligeramente un pie; el hombre giró un poco la cabeza, y en tono bajito le dijo: "Non se preocupe… Non foi nada, non foi nada". Esto daba idea de que nuestro idioma no era admisible por la “cúpula de la cúpula” sin ningún tipo de miramientos.

Por eso hay que decir en honor a la verdad, que cuando a nivel ciudadano estaban los parlantes ante algún desconocido “falando galego”, se le miraba de reojo, y más aún si el elemento tenía porte de poder ser alguien confidente que fuese con el chivatazo del desacato patriota a las autoridades; había quienes siempre estaban al acecho de las conversaciones de calle para ganar alguna prebenda, a costa de lo que fuese oportuno. El chivateo político estaba a la orden del día. Aunque tampoco fue que durase mucho el espíritu de las octavillas, cuando vieron que por esas no entraba el ourensano de a pie, por mucho que nos dijeran que… “falar galego" era de aldeanos. 

No pretendo decir aquí que lo malsonante, u ofensivo en términos religiosos, estaba generalizado entre los ourensanos durante la época de posguerra, pero sí eran expresiones que por aquellos años resultaban habituales. Casi era costumbre arraigada en el léxico, cuando suponían palabras o frases irreverentes intercaladas en la comunicación entre personas de no muy alto nivel cultural generalmente. Aquí hay que reconocer que la educación y urbanidad se fue incorporando lentamente en la calle en aquella década para nada prodigiosa, y fue surtiendo el efecto en la discreción y modo de lenguaje de la gente, sobre todo el género masculino, ya que en las féminas no era tan usual ese vocabulario.

El gremio adulto de la construcción y el agro parece que era más propicio, sin querer decir que los jóvenes en edad escolar estuvieran del todo ajenos a la malsonancia de tacos y blasfemias, pero los adultos constituían la masa más embrutecida. Recuerdo incluso que en algunos lugares públicos figuraban carteles de “prohibido blasfemar”, junto a otros de “prohibido escupir en el suelo”, etc., lo cual decía muy bien como era las costumbres de comportamiento cívico (se ve que todo había que corregirlo a base de prohibiciones). Sí que es cierto que en la actualidad perduran y se utilizan los “tacos” en todos los grupos sociales, que según ciertos estamentos también eran “pecado” aunque fueron perdiendo importancia con el transcurrir de las generaciones. 

En estos tiempos, como digo, forman parte del léxico de nuestro entendimiento con el interlocutor de cada instante. Un taco dicho con gracia y a tiempo, sin ánimo de ofender a nadie, es capaz de sustituir a media conversa ente varias personas. Pero lo que era significativamente inaceptable, era la frecuencia de la blasfemia con que se adobaban las conversas. No era lo mismo los usuales tacos, que lo irreverente, con que parecía que trataban de buscar un efecto analgésico, con descarga emocional continua del individuo. Hoy es bien conocido por todos las acepciones que algunos tacos aferrados a nuestro idioma tienen en el contexto de la frase, en consecuencia, de su posición, énfasis, etc. con que es pronunciado en cada momento, impregnando un sentido o el contrario al parrafeo. Y aquí es donde el “taco”, según como esté dicho, es capaz de imprimir un giro u otro al esquema de la conversa. Otra cosa es la blasfemia, la ofensa hacia otra persona, o de carácter religioso. Y esto, por fortuna, aunque lentamente, ha ido cambiando con el tiempo.

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