Opinión

Inacabable metamorfosis

Cuando a veces dedico unas horas de tiempo a darme una vuelta de forma relajada por las calles de nuestro Ourense, sin otro objetivo que observar y observar, trasladando la imaginación sobre todo a la quinta década y siguientes del siglo pasado, abundo más en la cuenta de las alteraciones que el paso del tiempo, lentamente, casi sin darnos cuenta, fue produciendo en la fisonomía y estructura ruaria de la "city". Y además, entonces, echo de menos muchas joyas arquitectónicas que recuerdo de antaño ahora desaparecidas, y que unidas a la idiosincrasia de aquellas gentes conjuntamente con lugares emblemáticos, componíamos el núcleo ciudadano activo, en unos años en los que no nos podíamos imaginar las continuas variaciones que se tendrían que ir produciendo, sí o sí, en el futuro; es decir hasta nuestras fechas, tras haberse consumido más de medio siglo de historia contemporánea sobre el suelo de As Burgas.

Esta continuada e inacabable metamorfosis, por un lado, era y es consecuente con la vivacidad ciudadana que no se desvanece “por moito que chova”, y eso es bueno naturalmente; es signo de superación y avance capitalino a través de las generaciones. Pero por otro lado, con la transformación se van perdiendo valores asentados que muy bien caracterizaban, yo diría que personalizaban a una urbe que tenía una sapidez especial. Dominábamos los más recónditos entresijos de la ciudad y nos conocíamos todos. Era normal que en un recorrido ruario entre As Caldas y Mariñamansa, o entre San Francisco y Vista Hermosa, se caminase saludando a buena parte de los muchos viandantes amigos de cualquier índole que uno se iba encontrando. Era normal también preguntar “casi a cualquiera”, que película estrenaban en el Xesteira… o en el Losada… o Avenida. Era normal darse vueltas “pacá y pallá” por el Paseo, eje neurálgico de la "city", por simple ocio, o si querías encontrar a alguien determinado. En esas andainas se percibía en el ambiente un murmullo continuo indicador de infinidad de conversaciones con que nos gestionábamos los trotacalles, en las idas y venidas entre Padre Feijoo y el Parque. Era normal tomarse una tapa de “Orellas” en el furancho bajo la platea del Principal. Era normal, mejor dicho, era casi cultura popular, piropear a una chica por la calle o desde un andamio de una obra en construcción (hoy sería considerado como violencia machista en modo verbal y “se juzgaría severamente al infractor”). Era normal tomarse en las calurosas tardes de estío un vaso de agua de limón que el aguador servía en plena calle por un real a todos por el mismo vaso. Era normal el uso y mal uso de chacotas entre amigos, y nadie se molestaba. Como también normales eran costumbres que hoy nos parecerían ridículas, como por ejemplo ver a señoras con velo de tul negro por la calle, o personas de cualquier sexo con vestimenta de hábito, indicativa de promesa de algún ofrecimiento milagrero (lo digo con todo respeto); porque cuando escribo sobre aquella época parece que es por haberme quedado anclado en el tiempo. Nada más lejos de la realidad, no me considero un rancio romántico, aunque de algún modo añoro. si acaso como muchos ourensanos, que la ciudad ha ido perdiendo su caché especial, por los naturales efectos de la prosperidad y el desarrollo ciudadano que se fue fraguando a lo largo y a lo ancho del segundo medio siglo pasado. En otras capitales de provincia en las que he tenido el gusto de vivir, tuvieron el prurito a través de los tiempos de mantener el legado histórico del cual siempre han presumido y presumen sus moradores. Si queréis hablamos de ellas como examen comparativo.  

Cómo íbamos a pensar, por ejemplo, que por mor del desarrollo, la piqueta se encargaría de destruir singulares edificios para en su lugar plantar bodrios especulativos por el mayor rendimiento económico, como el Hotel Roma en la calle del Progreso. Cómo íbamos a pensar que muchas edificaciones del barrio antiguo se precipitasen tanto para demolerlas dejando las fachadas esqueléticas apoyadas al socaire de unas tornapuntas, durmiendo el sueño eterno en espera de una futura reconstrucción a través del tiempo. O cómo también, por ejemplo, el edificio del Colegio Sueiro de la calle de la Libertad número 28, y otras decenas de inmuebles que podríamos enumerar…. ¡Qué falta de sensatez!

En los continuos mandatos de nuestro Concello, en la trayectoria del siglo XX, la verdad es que los ínclitos dirigentes municipales no se prodigaron con visión de futuro para el mantenimiento de la arquitectura heredada de tiempos anteriores. Y es que una ciudad se distingue a primera vista por tres cosas: el mimo y conservación de sus barrios clásicos, el racional diseño de la arquitectura moderna ubicada en los ensanches de la urbe y la idiosincrasia de sus moradores. De la primera desde luego no se puede decir que los concellos históricos hayan hecho de ello su bandera, y lo fueron pasando por alto permitiendo aberraciones en cuanto a demoliciones indebidas, haciendo desaparecer verdaderas joyas de edificios emblemáticas, ya no solo en el barrio clásico sino en distintas calles de los ensanches de la ciudad. Lo segundo, por el contrario, fueron autorizando garrafales bodrios muchas veces como atención a propietarios de solares que a cambio donaban otras compensaciones. Y en cuanto a la tercera, la idiosincrasia, comportamientos personales, costumbres, etc., hay menos que objetar porque la continua metamorfosis de la ciudadanía corresponde y es privativa de los habitantes que hacen viva la urbe, a medida que transcurren las distintas generaciones de la historia; y eso sí que es cambiante por muchos factores que se congenian con el desarrollo de los tiempos. Hay algunas otras causas, pero con lo dicho me parece suficiente. Es mi opinión, la he expresado en román paladino. Admito que pueda haber otras.

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