Opinión

La mula del doctor Cerviño

Ourense

Los lectores de “Ourense de Ayer” saben de mi tendencia de redacción, que trato lo más posible de realizar en román paladino y corte desenfadado, y a veces hasta con cierta sorna (cuando el guion lo admite), para que el artículo resulte lo más sencillo y ameno dentro siempre de la fidelidad que exige la narración. Hoy os quiero contar unos pasajes de “La mula del doctor Cerviño” (ojo, quiero aclarar… la mula que el doctor Cerviño tenía en su finca) allá por aquel entonces en As Caldas. Andábamos por el año 1948. Este celebre médico ourensano fue en una etapa, entre los años 46 y 53 más o menos, director del hospital provincial, sito, como seguramente recordareis, en los pabellones que son ahora parte del Campus Universitario, la Escuela de Gaitas. 

Antes, en nuestra “city”, el más vetusto nosocomio era el de San Roque, que estaba ubicado exactamente dónde está hoy el edificio de Correos, en la Alameda, y que deja de funcionar en mayo de 1927, fecha en que se inaugura el de As Lagoas. Cerviño, como digo, en los años de referencia dirigía el hospital, y al caso viene que el conocido galeno, tenía una finca de crianza de vacas y cerdos en la carretera de Vigo, detrás de las llamadas “Casas Verdes”, que a la postre serían viviendas del personal de mando de Renfe, en la futura Estación Ourense Empalme que se inauguraría en 1952. Y un servidor pasaba en la finca del médico muchos ratos por motivos que al final aclararé.

 El caso es que, para el consumo de los internos enfermos, en cuanto sobre todo al lácteo, el lazareto se surtía de la propia vaquería del doctor Cerviño (“como era natural”), y para el transporte diario de la leche desde la finca al hospital, disponían de una carreta mulera con una característica especial. El bonito carruaje, con su verde capota, freno de zapata y pescante con asiento de cuero, todo un lujo, que en apariencia se asemejaba a las que en Huelva peregrinan al Rocío con las Hermandades, tenía trampa. Y me explico: una vez que se descargaban los cántaros de la leche se levantaba un disimulado portón en la caja del susodicho “vehículo” y quedaba a la vista un alojamiento barcal tan grande como el propio carro, que Benigno, el carretero, llenaba de “lavadura” (vocablo gallego utilizado en aquellos años para dar nombre al sobrante de comida, en este caso de los enfermos, y desperdicios de cocina) del Hospital. No se desaprovechaba nada para complemento alimenticio del ganado de la finca, aún utilizando el mismo carro para transportar leche y lavadura. Eso sí, con cierto disimulo, claro, porque no parecía demasiado higiénico.

La mecánica de la “peregrinación diaria” precomenzaba al anochecer de cada tarde, con el ordeñado de las vacas y la carga de los barriles en el carro para que a las cinco de la madrugada se iniciase el viaje hacia el hospital, con la leche para el desayuno de los enfermos.

Curiosamente, el carretero y la mula estaban tan compenetrados que el bicho se levantaba y ya salía para el patio de la hacienda al sonar el despertador que Benigno dejaba puesto en estratégico lugar para que también fuese oído por la acémila, que “pernoctaba” en las cuadras que había en el bajo de la vivienda de los caseros. Y cuando este bajaba al patio, ya el animal estaba esperando al lado del carro. Entonces comienza el lento viaje que culminaba llegando al nosocomio sobre las seis y media de la madrugada. En épocas veraniegas madrugar tenía cierto agrado, pero lógicamente los gélidos inviernos eran penosos por el frío, y el trayecto más incómodo. La mula se sabía a la perfección el camino aun en la oscuridad de la noche a través de las calles ourensanas; y el carretero, envuelto en una manta, iba todo el camino silbando una cancioncilla o monologando con el bicho para entretenerse. Pero a veces llegaba a adormilarse, y al detenerse el equino a las puertas del hospital despertaba sobresaltado. Después de introducir los barriles de leche en la cocina venía la tarea de carga de “lavadura” del día anterior la “barcaleta” camuflada bajo el piso del carro, pero ésta, siendo de madera y ya “muy currada” de tanto viaje, iba goteando el pringue en el camino de regreso a la vaquería. Entonces llegaba el baldeado del carro a calderazos, y después Benigno pasaba un buen rato cepillando y acariciando a la mula, de cuyo nombre a estas alturas siento no acordarme. Esta (la mula), a la cual el casero trataba con desmesurado cariño ya no tenía que hacer nada hasta el día siguiente, con un nuevo transporte al “Hospital del Cerviño”, como vulgarmente se le llamaba al lazareto; y entonces Benigno se dedicaba a su tarea diaria de cuidado del resto de ganado.

Un servidor se conocía todas estas maniobras descritas aquí porque incluso llegue a hacer algún viaje al hospital acompañando al carretero en la madrugada de una jornada de verano. Esto era en el año 1951.

Tiempo después, los caseros de Cerviño, que tantos años llevaban en la finca, quisieron probar fortuna y oponiéndose a los consejos del médico para que no tomaran esa decisión, emigraron a Buenos Aires. Cuando a partir de entonces yo pasaba por delante del prado donde la mula pacía, me imaginaba que seguramente el bicho también habría sentido la marcha a ultramar de los caseros de Cerviño… Todo esto me quedó siempre en la memoria porque termino el artículo diciendo que Benigno y Pilar (su esposa), eran mis tíos. 

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