Opinión

Noche mágica y cantares de reyes

A mediados de cada diciembre se iniciaban las vacaciones escolares, y con tal motivo empezaba la rapazada a pensar en “Cantar os Reis” la noche de los Magos. Eso sí, al ir pasando los años, ya con menos inocencia pero aún con cierta ilusión infantil, por la oportunidad de divertirse un rato interpretando unas panxoliñas, por las que se recibían unas cuantas monedas al recorrer los portales demostrando las “dotes corales” para el “bel canto”, cantando para los moradores de la casa los consabidos cantares de la noche de la ilusión. No era demasiado importante interpretar las melodías mejor o menos bien, con aquellas voces de la infancia poco consolidada, pero se valoraba la voluntad y la iniciativa para llevar a cabo la peculiar tarea, en función nocturna por las diversas casas de los barrios de la ciudad y sus aledaños.

Se formaban muchas pandillas interpretadoras a capela, a veces complementada por una destartalada pandereta que hacía sonar como podía el más virtuoso del grupeto. “Cantamoslle o Reis….”, se preguntaba elevando un poco la voz, al pararse la pandilla delante del portal elegido para la serenata. Entonces también a veces , la respuesta era negativa: “Non… xa nos los cantaron… Non fai falta”. La contestación cabreaba un poco al grupo, y con ello afloraba momentáneamente la desilusión, pero había que continuar. Además, ocurría que entre las corales, que eran abundantes, había sus piques y se producían trastadas mutuas con el ánimo de abortar las actuaciones del contrario, es decir, de otra pandilla que pretendía cantar en la misma calle, en la misma casa y, claro, entonces la broma podía consistir en que cuando se estaba “interpretando” dentro del portal por asentimiento de los titulares del domicilio, se les cerraba la puerta desde la calle, y se la empezaba a aporrear repetidamente hasta que bajaba el vecino titular de la casa correspondiente a echar a los de dentro a cajas destempladas por el escándalo. Los de fuera, que les habían cerrado la puerta, escapaban antes a risa batiente, claro.

Otras veces los reventadores del miniconcierto, les importunaban desde el exterior con el titileo continuado de una campanilla o un cencerro que se hacía sonar cada vez que los que cantaban en el portal llegaban al estribillo del villancico. Había pandas que eran especialistas en reventar las infantiles serenatas, que en la jerga de aquella época se llamaba “ir de espantadas”. Claro que para evitar en lo posible estas gamberradas, algunos coros que preveían el desaguisado, advertían antes a la familia donde iban a cantar y estas les autorizaban a pasar al interior de la vivienda, haciendo más íntima la “consecuente actuación” y así además, al final de la misma ,solían ser agasajados con polvorones y unos pedazos de turrón duro, cuyos trozos, dicho sea de paso, había que cortar con un cuchillo golpeado con un martillo.

La noche iba pasando prodigando los cantares de siempre: “En el portal de Belén”, “La Marimorena”, “Madre a la puerta un niño” y otras de lo más clásico. Aquella turné que empezaba a las nueve de la noche, había que ponerle fin a las doce, momento en que se repartían las monedas que se hubiesen juntado. El jefe del grupo, que era el que decía dónde se cantaba con mas posibilidades de éxito, era también el que portaba la bolsita de tela con la calderilla. El número de rapaces de cada pandilla oscilaba entre cuatro y seis; y los naturales desafines no se tenían en cuenta para el éxito del grupo. Se valoraba, eso sí, que al menos se conociese la letra del villancico. Aquí apostillo que no era fácil constituir corales mixtas, había cierto rechazo en el seno familiar a dejar participar a rapazas y rapaces juntos en horas nocturnas. 

En algunas casas, la coral se encontraba con el zapato del niño en la puerta, con las galletas y el agua para el repostaje del rey mago al que le correspondía el reparto en ese portal, cuando llegaba con el camello cargado de juguetes. De ahí la tradición de que ya después de las doce, había que parar de cantar y dejar la calle libre para la comitiva real, ¡porque se podía entorpecer la labor de Sus Majestades! ¡Bendita inocencia! 

Decir que era una noche mágica, la de la ilusión de unos y otros, ahora resulta un tópico. Era más que eso, era la pernocta del misterio, del miedo, de la fantasía, de la incertidumbre, de no saber qué iba a pasar. Las panxoliñas aquellas que los ya un poco más mayores cantaban o canturreábamos a domicilio, suponían el preámbulo de lo que acontecería durante las interminables y místicas horas de los sueños desvelados de infinidad de niños y niñas, en ese día 5 de enero, con expresiones de júbilo, sorpresa, desencanto, y muchas veces hasta infantiles sollozos, cuando al penetrarles a través de la ventana los primeros atisbos de claridad del día siguiente, se levantaban con titubeo en busca de la sorpresa real.

Habiendo vivido aquellos años de románticas, entrañables y hasta pícaras costumbres, resulta fácil establecer la diferencia, con la frialdad del momento actual, en cuanto a las usanzas y convivencia social de los ourensanos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo pasado.

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