Opinión

Semana Santa, aquellas fiestas de recogimiento

Para nada pretendemos hacer juicio de valor de tan entrañables fiestas cristianas anuales que se imponían sobre todo lo demás, y que por supuesto nada había que pudiera superar en importancia a los acontecimientos que los ourensanos seguíamos con indudable fervor, pero no exento de cierto solazamiento cuando era posible. Solo quiero dejar unas pinceladas concretas de la picardía inofensiva que algunos utilizaban antaño para sortear las obligaciones en tales fechas de recogimiento religioso y silencio, solo alterado por esporádica música sacra que se solía escuchar en algunas emisoras de radio, o el sonido lastimero de las campanas de las iglesias invitando a los fieles a los cultos. He aquí unos flashes, que recuerdo de aquella época en Semana Santa por haberlos vivido.

Obligatorio por orden gubernativa era echar el cierre a los establecimientos de ocio y cines. Obligatoria era la asistencia reglada a los actos dogmáticos de fe cristiana, procesiones, etc. Obligatorio era no cantar en rúas ni bares. Tampoco se podía hacer deporte o reuniones de asueto y recreo. Y muy bien visto estaba, sin embargo, vestir en lo posible con ropa oscura, callejear decorosamente vestidos sin algarabías y mantenerse discretamente en casa si no era para acudir a un sacro motivo en algún templo. La gente se comportaba acorde a la festividad de la Semana, participando más o menos fervientemente de los actos de tan cristianas fechas según las convicciones.

Pero el tiempo en aquellos días también había quien lo utilizaba para otros modos lúdicos no tan reglados o con ciertos subterfugios, dándole un carácter menos serio, con más desenfado. Por ejemplo, las cafeterías o bares de la ciudad, que disponían de entrada de servicio a través del portal de la casa sin tener que alzar la persiana llamando la atención, acogían a sus clientes escogidos en el interior jugando al julepe, al tute o al dominó. Claro que en discreto silencio, y colocando los debidos tapetes para que las fichas no golpeasen contra el mármol de la mesa, y entonces poder ser oídos desde la calle por alguien que delatase la timba que se estaba celebrando dentro, y levantase la liebre de la picaresca. 

Se intuía que en la hoy desaparecida Bilbaína, así como en otras salas similares, el Madrid por ejemplo o La Regidora, era muy típico el encuentro de julepistas, que en aquellas tardes sacras se inflaban a jugar. Pero la palma se la llevaba el Mercantil, que disponía de un sótano destinado a almacén, apropiado para echar prolongadas partidas esos días, sin llamar para nada la atención, y así había algún otro. Los furanchos del casco antiguo, cerrados a cal y canto, estaban igual vigilados. El silencio en las calles era sepulcral, y los municipales se encargaban de cerrarle la boca a algún tocadiscos que sonase con algunos decibelios de más en algún domicilio.

En otro orden de asueto más junior, la rapazada que podía escabullirse sin acudir a los cultos, tenía también su válvula de escape. Eran días típicos, y típico era que a través del boca a boca, por la city se iban pasando el recado para peregrinar por la tarde al Campo de Santiago, como venía siendo costumbre en tales fechas de recogimiento. Allí entonces se practicaba toda clase de entretenimientos posibles a través de diversos juegos; siempre los del Puente contra los de Orense, era característico, y la diversión estaba servida. Cuantos más chavales mejor, porque además si las tardes estaban soleadas, hasta se daban incluso un chapuzón en el río, al que dicho sea de paso ningún respeto se le tenía. Por Providencia Divina nunca ocurrió ninguna desgracia.

Como digo, al sitio acudían docenas de rapaces por el Canellón del Emilio el barquero, con ganas de pasarlo bien, independiente del día que era. Pero también el boca a boca alguna vez traicionaba la situación, porque a oídos de Don Jesús Pousa (el férreo cura del Puente por aquel entonces) llegaba el soplo de tales desmanes, y mandaba a dos municipales porras en ristre para deshacer la entonada y masiva quedada. Al verles aparecer los chicos, se escondían en rauda estampida entre los cañales de la finca colindante, y eso era un fortín al que no se atrevían a entrar los agentes de la autoridad; limitándose a echarle una descomunal bronca a Emilio (el barcas), por alquilar sus lanchas a aquella panda de imberbes para hacerse cruceros por el río. A por esos no iban tampoco los guardias salvo nadando, y a tanto no estaban dispuestos los mantenedores del orden.

Contadas estas anécdotas (sin ánimo de chacota), se podrían recordar otras; lo cierto es que la ciudad, salvo estos flashes, era un típico luto que se notaba en las caras largas del personal viandante. Era bien visto estar en casa y, eso sí, sin hacer mucha bulla hasta que repicasen las campanas a las doce del Domingo de Resurrección.

En fin, que la solemne Semana Santa también agudizaba las mentes para que no resultase tan rigurosa, sin que por ello se le perdiera para nada el respeto a las circunstancias religiosas de las susodichas fechas

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