Opinión

Tampouco teño a quen queixarme

Con siete grados bajo cero, la señora Ángela, que no alcanza a hacer muchas cosas, muestra gran fortaleza y aún le quedan arrestos para decir “peores eran os anos nos que tiña que ir traballar descalza; non me queixo porque tampouco teño a quen ir queixarme” (La Región, 31 de enero, en un ilustrativo reportaje). Claro que sí, señora Ángela, que la soledad es muy hermosa, siempre que se tenga a alguien a quién decírselo (G. A. Bécquer); no es lo mismo que poder elegir la soledad en la que batallar, a cambio de un brillo intenso de un instante efímero.

Lo relatado ocurre en un territorio rural donde, con desmedida ambición y codicia, se están comportando las grandes empresas eléctricas para aprovechar el negocio del viento; protagonista es gente entrada en años de ayuntamientos rurales de Ourense. Y es contestataria a su manera, pues con una indisimulada resignación, nuestros mayores, esos vecinos, vecinas, que se quedaron en el pueblo, en el rural, y que gracias a ellos –pocos, pero resistentes a las inclemencias meteorológicas- aún podemos hablar del rural y disponer de renovadas fuerzas e ilusiones para levantarlo. No como le ocurrió a Andrés, el único vecino de Ainelle -un pueblo abandonado del Pirineo aragonés-, que tan sensiblemente transmite en su monólogo la amargura por ser ya el último habitante; ¡cómo sería el sentir de la tragedia que veía venir que, ante el lecho de muerte, sacrifica a su perro para que el animal no se quede sólo! Una gozada la descripción de Julio Llamazares en su libro “La lluvia amarilla”.

Uno, que se las da de tener cierta resistencia al frío, quizás porque hasta los 11 años no supo lo que era tener calefacción en casa, a excepción del calor que desprendía “a leña ardendo na lareira”, acostumbra a contestar a la pregunta de si hace frío: ¡Frío…!, no; es la sensación de falta de calor; y como toda sensación es subjetiva, capaz de oscilar según el umbral térmico de cada uno. Trato, de una forma medio en veras medio en broma, de restarle importancia a las bajas temperaturas. Pero nada que ver con nuestra gente de determinada edad del rural, que aunque ruda, fuerte y acostumbrada a todas las inclemencias, no deja de ser el frío intenso una agresión. Y porque resulta una malvada realidad que, en pleno siglo XXI, con unas empresas eléctricas sobreactuando cuando no esquilmando pantanos y, ahora, montando el negocio del viento, los vecinos –gente mayor- narren, entre resignados y frustrados la dificultad para protegerse del frío. Y ello ocurre en el territorio de donde sale la energía eléctrica, energía limpia, que a todos se nos llena la boca en resaltar, de nada les sirve; gente mayor que aún suspira por su pueblo de toda la vida e inevitablemente anda con la manta a cuestas y hasta sin tener a quién quejarse. Triste realidad de ¡un mundo al revés!

Por tierra, mar y aire se apoderan de los recursos naturales de una forma desnatural, apoyándose y escudándose en la riqueza que obtienen (obtenemos) del agua de los ríos y pantanos, o del viento, para distribuir energías renovables, de las que todos somos susceptibles de beneficiarnos. Pero una cosa es el aprovechamiento de la energía por el interés general a costa del impacto negativo ocasionado –obsérvese Serra de Larouco- y otra cuestión es la de esquilmar y negar otros beneficios también de vital valía e interés. Resulta paradójicamente negativo e incomprensible que allí, en pequeños ayuntamientos de nuestro entorno rural, en los que más proliferan los negocios del viento y del agua, la riqueza no sólo no les llega, sino que son sus vecinos los que más la sufren, como se dejó patente en el elocuente reportaje de La Región.

Somos conscientes, que a lo largo de la primera parte del siglo XX se realizaron en toda España los principales aprovechamientos hidroeléctricos, que continúan en funcionamiento y representan un sistema consolidado de generación de energía de naturaleza renovable; pero hay una vertiente de la generación hidroeléctrica que se olvidó, cual es el impacto medioambiental y socioeconómico que estas infraestructuras produjeron y producen en los territorios implantados, en general zonas rurales, que se vieron inmersos en el abandono, en contraste con otras zonas del país, dígase las urbes. Estos impactos negativos no fueron analizados ni evaluados en su momento, tal como se manifiesta en el “Manifiesto sobre el futuro de las concesiones hidroeléctricas en España” de Fenembalses. Por lo que se deduce la necesidad de la creación de un marco normativo que promueva, reconozca y contemple la singularidad de los territorios afectados, etc., etc. No cometamos el error, con la energía lograda del viento en nuestras montañas, el mismo detrimento del rural y de sus gentes, que con las centrales hidroeléctricas en su momento. 

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