Opinión

¡Nooooooo!

No creía que pudiera ocurrirme tal cosa, me parecía inverosímil siquiera la posibilidad.

Para mí había encarnado la insoportable levedad. Palabras huecas, sonrisa fácil y poco franca; pero sobre todo había representado la ineficiencia, la irreflexión, el ponerse al timón de un barco cuando a lo sumo se está capacitado para tripular una canoa. Llegué a denostar su inoperancia. Su peligrosa mezcla de inverosímil ingenuidad, inexperiencia y maquiavelismo. Su facilidad para mentir, para adaptar la realidad a su conveniencia, su tacticismo, su equidistancia. Sus conejos en la chistera.  Por eso nunca imaginé que pudiera, ni de lejos, sucederme tal cosa.

Pero un buen día todo cambió. ¡Se advino él! Llegó a nuestras vidas el hombre sin ley, el jinete pálido de chequera rápida, el maniquí, el presidente dentífrico, el doctor en mentiras, el político con anticuerpos para la moralidad. El verdugo.

Llegó él, y claro, ocurrió lo que nunca imaginé que me ocurriría.

Sucedió una mañana. Sudoroso, desperté. Noté la cara hinchada. Cansado. Intuí que mi otro yo onírico no había sido leve conmigo esa noche.

Cuando, a modo de relámpago, la idea pespuntó en mi cabeza, corrí al espejo a ver si era yo. Barajé la posibilidad febril -¡el virus! me dije- pero no había tos seca.

¿Cómo podía haberme pasado tal cosa a mí? Pero ocurrió. Recalé en Guatepeor.

No hay nada más ínfimo que lo pésimo, y ocurrió: 

Un día desperté... añorando a ZP. 

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