Opinión

Dejar la fiesta local

Oye, todo son risas hasta que el mordisco nos lo dan a nosotros. Todo es una gran fiesta hasta que la herida empieza a mostrar un aspecto extraño. Todo es alegría y brindis al sol hasta que advertimos que la infección se empieza a extender en nuestro organismo. Ahí, justo ahí, nos cambia el ánimo y empezamos a ponernos nerviosos.

Sabemos bien cómo funciona la fiesta y cómo se expulsa a quien no sigue fielmente los pasos de baile de músicas ajenas. Ese mordisco que alguien, probablemente a traición, nos ha dado, nos despierta el miedo. Hemos sido parte de esa masa inconsciente que se siente a salvo y cree que lo malo es para otros y sabemos de lo que es capaz. Se nos congela la risa. Ahí deberíamos empezar a pensar para actuar.

Hannah Arendt decía: “El sujeto ideal del régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares de pensamiento) ya no existe.”

Y estamos cada vez más cerca de volver a un punto de partida ya muy viejo, que en realidad nadie quiere y del que nadie querrá hacerse responsable si llegamos.

Si cuando en Estados Unidos se asalta el Capitolio poniendo en riesgo una democracia asentada, nos conformamos con ridiculizar a los personajes violentos y los definimos como anecdóticos, erramos el objetivo. Aunque sea más simple que admitir que nos dejamos arrimar a un abismo feo.

Si cuando en Brasil, quienes no ganan las elecciones creen tener el derecho de pedir un golpe de Estado para derribar al presidente legítimamente elegido, hay quien le resta importancia y no es capaz de denunciar la gravedad, corremos el riesgo de que la infección se extienda y nos arrase. Ya no es tiempo de mantenerse en la perpetua celebración de ataques y del insistente cuestionamiento de las reglas democráticas.

Todos somos responsables y culpables. Conviene recordar de nuevo a Hannah Arendt en su ensayo “La banalidad del mal”: “El problema con Eichmann (un nazi secuestrado y juzgado en Israel) fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas morales a la hora de emitir un juicio, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas”. Y en esa normalidad estamos todos.

Hay que apagar la música atronadora de letras peligrosas y abandonar la fiesta loca sin control, para intentar recuperar el sentido común y la cordura. Si no lo entendemos, que nos lo cante Shakira .

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