Opinión

El despacho de Yolanda

La placa reluce o, al menos, eso le parece a ella. Es discreta, sencilla, de color claro y con su nombre destacado en negro. No necesita más. Le ha sacado brillo con un trapo, hecho de ilusión y ganas de comenzar de nuevo, para estrenar argumentos y rastrear acuerdos dulces. Cumple con todas las normas sanitarias. No escatima en poner barreras al virus invisible, ella que ha conocido ya tantos, aunque los suyos nunca tendrán vacuna. Tiene varias citas programadas. “Para consultar un asunto”, ha dicho la mayoría de esa potencial clientela que, aún sin ser todavía conocida, ella ya podría describir sin margen de error. Sabe que la mayoría de las historias que hoy escuchará poco tienen que ver con el arco iris pintado en las ventanas de este patio, con el mensaje plurilingüe del “todo va a ir bien”.

En su despacho acostumbran a cruzarse historias, acusaciones, exageraciones, mentiras y medio verdades. En su despacho, a menudo aparecen los rencores, las venganzas, las cuentas pendientes y también las ganas de poner el punto y final para siempre, aunque haya que pagar precios muy poco justos. 

Se ha preparado para escuchar reproches, justificaciones, excusas y realidades, sin que ya tenga demasiado interés en depurar las verdades y en descubrir culpas. Al fin, ella no es la juez. Quiere estar equivocada, desea que nada sea como antes. Ojalá hoy sólo pudiera tomar nota de buenas palabras, de acuerdos alargados y de deseos de que al contrario, que ya no sería contrario, todo le fuera bien. Sabe que no será así. 

La primera cita programada desborda espinas que se han quedado clavadas y que cuentan con pocas probabilidades de ser anuladas. La tregua del confinamiento ya fue concebida con tan pocas ganas y tan poca confianza, que el irremediable fracaso estaba escrito en el final del libro antes incluso que el título. Esa pareja se parece mucho a realidades más parlamentarias, piensa Yolanda mientras pasa, con rabia, el desinfectante por los dedos. No se ha acostumbrado a ver tanto odio pasar ante sí, a contemplar cómo las mentiras se pasean con una calma perversa sobre la mesa de los convenios, sin que nadie las aplaste con un dedo. No normalizará nunca -eso espera- que todo sirva para destruir al otro, sólo porque importe más lo que ahora les separa que el amor que una vez los unió y estén sordos y ciegos para descubrir los inmensos daños colaterales que provocan. Prepara los papeles de la segunda cita que llenará el despacho de amagos de desmayo, de soledades fingidas, de ayudas reprochadas, de recuerdos de infancia manipulados y de, finalmente, desvaríos y chantajes reconocibles para asuntos de herencias y donaciones. Yolanda abre las puertas de su despacho y se vuelve a lavar las manos. El mundo no se ha desinfectado.

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