Opinión

El piso secreto

Hay pisos clandestinos y vidas escondidas. Hay casas en permanente sombra y habitantes temerosos. Hay enfermedades con clase y clase de enfermedades. Hay contagios de honores de estado y contagios repudiados. Hay víctimas heroicas y víctimas rechazadas. Hay pandemias unificadoras y pandemias acusatorias. Y hay prejuicios y cegueras temporales que, con un ligero soplido, podrían desaparecer dejando al descubierto, simplemente, a personas enfermas. 

En mi patio hay un piso secreto. Sus habitantes cambian, unos van y otros llegan, pero siempre sigilosos, solitarios. Temen encontrarse con la furia del miedo, con la repugnancia del odio, con el rechazo y con el severo dedo acusador de la ignorancia. Casi todos lo han vivido ya, han ido tropezando con la mirada despectiva de quien se cree mejor, han sido golpeados con un condescendiente “te lo has buscado” y se han auto flagelado con una falseada certeza de culpabilidad. 

El piso de mi patio es discreto. No hay en el buzón señal alguna sobre sus habitantes, ni rastro que se pueda seguir para desvelar la realidad que protege el preciado anonimato. Saben que un descuido, una curiosidad excesiva o una sospecha, pueden provocar que los vecinos  les indiquen la salida con palabras, tantas veces repetidas, que se han vaciado de verdad: “No tenemos nada en contra”, “no podemos arriesgar”, “hay niños…” Así, con o sin lucha, han sentido demasiadas veces la derrota, han aprendido a elegir sólo las batallas que merecen ser libradas y las rendiciones que evitan heridas. 

Arrastran su propia pandemia desde hace más de cuarenta años y han atravesado desiertos demasiado largos y calvarios desoladores. Pero han sobrevivido, aunque cargando con el dolor de los que se quedaron por el camino, siempre demasiados. Durante este encierro, la casa apenas se ha dejado oír, consciente de que en estos tiempos las miradas eran más largas y, el tiempo muerto, cómplice perfecto para las sospechas. 

Han estado confinados dentro de otro confinamiento, su viejo conocido de demonios propios escupiendo fuegos destructores. Apenas se han asomado a las ventanas, por precaución o cansancio. Su contacto con el mundo ha sido un chico delgado, joven y con barba, al que he visto entrar en el portal con bolsas de compra y de farmacia. Al resto de la casa no podría ponerle nombre ni cara, aunque he visto siluetas en la cocina compartida y, en ocasiones aisladas, he escuchado conversaciones entremezcladas con alguna discreta risa. Es un colectivo vulnerable de enfermos crónicos al que ayer busqué en los horarios permitidos. Creo que no los vi o, tal vez, ya son demasiado invisibles. Me gustaría pensar que esta pandemia será la voladura definitiva para los pisos escondidos que se protegen ante la ira de la intolerancia. Pero me temo que no será. Los carteles contra los sanitarios parecen un triste aviso.

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