Opinión

El retorno que no será

El piso del tercero continúa vacío. Las persianas emulan unos párpados cerrados, no se sabe si para evitar la luz del exterior o para impedir que se fuguen los colores del interior. Desde el balcón desconchado, cuelga un cartel de “se alquila” descolorido que alguien ha olvidado quitar. Este tercero ha cambiado todos los años de inquilinos. Los cuartos se han ido entregando a compañeros de piso que iban y venían con el discurrir del curso. Muchos de ellos ya se habrán entregado al complejo mundo de poner en práctica lo aprobado en la teoría. Pero durante los meses de verano, la casa dejaba atrás ese aire de temporalidad para asumir la falsa percepción de ser un hogar permanente para sus dueños. El cierre de la vida rutinaria disparó la estampida de los estudiantes de este curso, dejando asignaturas pendientes tiradas por los suelos. A los propietarios, en cambio, les entregó un abandono no programado que tampoco ellos tendrán oportunidad de compensar. Demasiados kilómetros. Demasiado miedo. Demasiada incertidumbre. 

Conozco muy poco de esos vecinos estacionales. He escuchado en la panadería, en el bar de la esquina y desde el mismo pequeño balcón, pinceladas de los recorridos que ambos han transitado. Se conocieron allá en Europa, cuando Europa era un gran mundo que desde aquí se contemplaba con ira de presente y hambre de futuro. Se miraron a los ojos y detectaron en el otro su propia nostalgia, identificaron el mismo temor a tener que volver con la nada con la que se fueron, y se reconocieron fácilmente en el empeño de seguir adelante, mirando hacia atrás lo justo para no perder de vista el suelo pisado. Trabajaron duro, se desintegraron e integraron en ese otro país sin dejar de ser quienes eran y eligieron vivir plenamente, a pesar del duro peso de la añoranza colgado a las espaldas. Con los años comprendieron que ya siempre serían de aquí y de allí a la vez y buscaron una tabla de salvación. Necesitaban una casa a la que volver en el verano para mantener vivo el falso hechizo de estar asentados en la tierra que llevan dentro, aún sabiéndose atados a los inviernos del otro lado con lazos hechos de hijos y nietos, que no se pueden soltar. Han asumido ser emigrantes en ambos territorios y este año han tomado la difícil decisión de no hacer las maletas y dejar cerradas las persianas de su tercero, a la espera de que este virus desaparezca aquí y allí. Las viejas heridas cicatrizadas del desarraigo se han abierto y han llorado por no volver. Tal vez el próximo otoño sea el momento del retorno postergado. No se miran, aún no quieren reconocer en el otro la certeza de que no lo harán nunca. De momento, mandarán pintar el balcón.    

Te puede interesar