Opinión

Inés y la ansiedad

Despierto en la madrugada con una ligera sensación de desasosiego y con sequedad en la boca. Me levanto a la cocina para buscar un vaso de agua y apoyada sobre el fregadero, veo la luz en la ventana del sexto. Es una luz tenue, como si no quisiera estar encendida, y me pregunto si será ocasional, pandémica o rutinaria. Apenas conozco a Inés, la propietaria. He coincidido brevemente solo en la panadería y en la cola de Correos. Me ha parecido en cada una de esas ocasiones demasiado abstraída, con un estresado gesto en el rostro. Transmitía  sensación de incomodidad, de estar  reprimiendo las ganas de echar a correr para dejarse caer en algún punto inexacto de cualquier lugar. Esta noche caigo en la cuenta de que he visto esa luz en más ocasiones y acabo de entenderla. 

Inés está paralizada, es el miedo a todo y a nada. Es el miedo que se pega como una segunda piel, con el propósito de apretar y apretar hasta dificultar la respiración y hacer que una sienta que sobre el pecho se ha asentado una losa de varias toneladas. Es el miedo que la ansiedad patológica arrastra consigo. Esa sensación terrible de saber que se pierde el control, esa sudoración extrema reflejo de detectar  un peligro al que no podemos nombrar, porque no existe. La eterna lucha descarnada entre lo que es y lo que crees que es y será.  Cuentas y probabilidades estadísticas que siempre dan como resultado una tragedia que, probablemente, nunca llegará, pero que aún sin ser, nos derrota, porque nos desvalija el presente en pro de un futuro que nadie puede predecir. Inés llevaba demasiado tiempo en una existencia intermitente intentando espantar el  mal que, tarde o temprano, acababa por volver. La medicación sólo bloqueaba el monstruo. Hace unos meses Inés optó por la terapia, por enfrentarse a este gigante que amenazaba con engullirla sin escupir después los huesos. Pero ahora este virus oscuro la ha vuelto a confinar en una desoladora jaula dentro de su propia casa. Por eso no duerme, no descansa, aunque el agotamiento esté presente en cada segundo del día. 

Vivir esta pesadilla de cuarentena encadenada a la ansiedad como pareja de baile debe ser tortuoso. Me doy cuenta, a punto de volverme a la cama, que no he visto a Inés en todos estos días de encierro obligado y que sus ventanas nunca han estado abiertas. La imagino suplicando a su cabeza que le conceda un pequeño respiro, aunque sea tan tenue como la luz de sus noches en vela. La compadezco, vive con un adversario difícil de erradicar y que en estos tiempos resultará demasiado fácil alimentar.

“Estaba cansada, con ese cansancio que es simple vacío…”

(La soledad de los números primos. Paolo Giordano)

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