Opinión

Las inocencias perdidas

Cuántas veces se puede perder la inocencia? ¿Una, dos, mil, infinitas…? Puede que sólo una. Probablemente, lo que perdemos son muchas inocencias distintas hasta vaciar el saco que las guarda. Será entonces el turno del cinismo de media sonrisa torcida que nos colocará en la esquina de la vuelta de todo un poco más desesperanzados, aunque nos creamos un poco más fuertes ¿Cuándo se pierde la primera inocencia? ¿Con el primer abandono, el primer golpe, el primer grito, la primera traición o la primera mentira descubierta? ¿Cuándo sabremos que es la última, que ya no queda ninguna guardada bajo la manga del mago? Tal vez nunca o tal vez antes incluso de perderla.

Esta pandemia, que aún está ahí, ha ido desinflando la bolsa de las inocencias para dar paso a un paraje aún desconocido, pero levemente intuido, porque ya ha sido transitado en otros momentos de otras vidas y de otros siglos. Hemos salido a la calle y no han llovido las flores, ni han sonado músicas para bailar con las manos entrelazadas y las sonrisas encadenadas. En cambio sí se ha dejado sentir el frío de odios incomprensibles y amenazas descarnadas que nos han robado la primera de las inocencias acumuladas en los días de encierro. 

Hemos salido a bebernos el aire con la boca bien abierta, creyéndonos a salvo, y ahí se ahogará otra de las pequeñas inocencias. Desde los balcones y las ventanas nos convencimos de que todos remábamos en la misma dirección para mantenernos a flote y evitar un naufragio colectivo y nos olvidamos demasiado pronto de los ahogados que se iban perdiendo, porque no los veíamos, ni tampoco a los que intentaban sobrevivir a la deriva. Cuando abrimos las puertas, nos encontramos con el barro que el agua fue dejando y al que se lanzaron gustosamente algunos políticos y sus amplios séquitos para retorcer palabras, mentir, atacar, engañar y acusar, sin que parecieran importarles las consecuencias, y sin la precaución racional de no alimentar monstruos que, más tarde, puedan engullirnos mientras exigen lealtad a patrias vacías de derechos y sembradas de rencores vengativos. Y entendimos que no todas habíamos remado hacia tierra. Otra inocencia perdida. 

Cuando volvimos a encontrarnos no siempre fue fácil reconocer, detrás de tantos absurdos estandartes agresivos, a personas que antes los habían repudiado y que ahora los enarbolan para encontrar un cómodo sillón en el que poder sentarse, mientras arengan a los menos favorecidos a batallas autoinmunes que los destruirán. Pero si buscamos lo suficiente en el flaco saco, seguro que aún quedará una última inocencia que, bien jugada, devuelva las ganas de creer que aún estamos muy a tiempo, no sólo de mantener lo ganado, si no de añadir nuevos soles para secar estas humedades malolientes que hacen enfermar. Tendrá que ser así.  

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