Opinión

Isabel y la caja registradora

El olor al pan recién hecho de Lola vuelve al patio. Apetece comerlo. Compartirlo. El rastro de ese aroma me predispone hacia el buen humor que, doy por sentado, es imprescindible para amasar bien. Las finas paredes con las que se han construido estas casas dejan colarse olores y sonidos. Así que mientras saboreo esa imaginada hogaza, oigo a mi vecina Isabel repetir cansada un “ya veremos mañana”. Ante la insistencia de una voz infantil, que amenaza con transformarse en un llanto descontrolado y que pregunta y repregunta -yo diría que miles de veces-, Isabel cambia el tono. Promete que sí, que será seguro, que al día siguiente ambos amasarán el pan, que inventarán ese juego de cocina que su hijo lleva muchos días queriendo jugar. Pero sabe que habrá una nueva excusa, porque no se lo podrán permitir ni mañana, ni pasado mañana, ni la próxima semana. Le contará que las normas han vuelto a cambiar y su hijo, tras una pataleta lo suficientemente intensa como para quebrantarle los nervios, se olvidará de la harina y volverá a pintar sobre una vieja camiseta. El horno es un artículo de lujo para la familia. No está a su alcance en estos momentos de ingresos reducidos y gastos mantenidos. Isabel tiembla ya sólo con intuir la próxima factura de la luz. Aunque esta pandemia no los ha arrastrado hasta la oscuridad de los mínimos más mínimos exigidos por la ley para acceder a ayudas, sí los ha dejado sobre un fino borde con un suelo resbaladizo bajo sus pies. Así que amasar juntos deberá ser un recuerdo inventado en el futuro por ambos, al calor del olor del pan de Lola del presente. 

Isabel es ahora una caja registradora de las acciones que llevan a cabo los cuatro habitantes de la casa. Todo lo reconvierte en euros consumidos. Así que les grita -cada vez le cuesta más mantener la calma- que la ducha está siendo demasiado larga, que la luz sobre la mesilla de noche no puede estar encendida o que la lavadora sólo deberá funcionar una vez a la semana. Se siente frustrada. No se gusta a sí misma. No quiere ser esa persona convertida en fría calculadora que ya sólo se comunica para prohibir. Pero tiene mucho miedo a caer en el agujero. Sólo permite lo que no se puede comprar, pero esas reservas se van agotando con el cansancio de los días improductivos. 

Isabel quiere volver a los juegos en el parque, a los horarios, al trabajo y, sobre todo, a los panes comprados sin culpabilidad. A lo mejor no debería quejarse. En otras casas hasta lo gratuito es un lujo vetado por prevención. No hay horno para los besos impedidos.

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