Opinión

La música de Carla

Escucho música. Su música. Siempre me ha gustado. Contagia alegría, buena energía. Incluso cuando la melodía se vuelve más melancólica, más llorosa, transmite vibraciones positivas. Estos días la he podido saborear mucho más, como un manjar largamente deseado porque su ventana se abre por la tarde y el volumen es tal vez un poco más elevado. He salido al balcón para dejarme llevar sin cautelas. Carla es una de mis vecinas más recientes. Aterrizó hace apenas un año y sospecho que comparte ese su hogar con otros que seguramente no conoceré. Incompatibilidad de horarios o  cuestión de papeles, a saber. El silencio de las mañanas confirma que Carla sigue saliendo a la calle cada día. Desconozco si en la casa que limpia y cuida como si fuera suya resuenan sus canciones. Estoy segura de que no, al menos en los últimos tiempos.

Ahora está en su habitación. Saca la cabeza por la ventana. Gesticula, mueve enérgicamente una de sus manos y escucha con una sonrisa la voz del otro lado. Asiente unas veces, otras eleva el tono, y las más se queda quieta disfrutando del espejismo de una cercanía fugaz a más de 9.000 kilómetros y con un océano por cruzar.

No sé dónde nació Carla. Sé que lejos. Sé que es justo en el lugar del mapa al que ella viaja cada día muchas veces. Con los ojos abiertos y cerrados, con el olor de una especie que ha conseguido de la amiga de una amiga o con el sabor de una sopa que cocina muy a menudo. Sólo sé que llegó desde donde nunca quiso salir, y eso me basta. Carla regresa siempre allí. Esa música que en estos tiempos me alegra el alma, para ella es su raíz, el anclaje a un país desconocido y ahora movedizo. La mantiene firme para que no se acabe de caer, como si nunca se hubiera ido. Carla quiere y no quiere trabajar. Tiene miedo, como todos o como cada quien a su íntima manera. Su trabajo es tan invisible como ella se siente aquí. Tan efímero como las flores que recogía de pequeña y que con un soplido desaparecían. Tan frágil que puede saltar por los aires al más leve contacto. Y ella tiene que ingresar dinero. Quiere poder seguir soñando con volver, como decía el tango, pero sobre todo necesita que los de allí puedan seguir creyendo que otro futuro mejor que el suyo es posible. No tiene opciones. No las contempla. Ha colgado el teléfono y por un instante la soledad de esa casa ocupada por demasiados desconocidos la asfixia con fuerza. Canta la canción que yo escucho y me sonríe. ¿Cómo serán las pesadillas que la acechan en estos tiempos descontrolados? Me pregunto si habrá papeles de seguridad dentro de su bolso. Devuelvo la sonrisa. Ojalá que sí.

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