Opinión

LA NO VICTORIA

“Antes yo quisiera perder la memoria que 

la hazaña infausta triste recordar”. 

(“Macbeth”. William Shakespeare) 

Los aplausos en mi patio languidecen. Nadie quiere anunciar públicamente su desaparición ni asumir la responsabilidad de poner el punto y final a una historia que apenas ha escrito su primer capítulo. La cita diaria se va alejando para perderse en paseos, en vueltas al trabajo, en una terraza anhelada, en el aburrimiento y en la desgana. Los que resisten, mantienen el sonido agonizante, tal vez sostenido por quienes nos antecedieron en tantas vidas, en tantos siglos, en tan pocos meses. Los aplausos son más breves, más contenidos. 

No es el final apoteósico soñado. No puede serlo, porque ni siquiera hay final y, mucho menos, una victoria absoluta sobre un enemigo abatido. No hay confetis de alegres colores lanzados al aire; ni botellas de champán descorchadas, mientras nos lanzamos besos y salimos a la calle para rompernos las manos en el último gran aplauso, celebrando la conquista de haber cambiado el mundo para siempre; con la bondad saliendo a borbotones de nosotros y de las alcantarillas, arrasando la miseria y las penas. No será así. Y no lo será por demasiadas razones o tal vez por una sola: en dos meses apenas nada ha cambiado, todo es demasiado reconocible, aunque todo parezca diferente.

En mi patio, siguen perfectamente visibles las burdas costuras de cada ventana; los velcros de soluciones de emergencia para una rotura inesperada y después ya eternos; los alfileres para sujetar una tela pesada que caerá por su propio peso; los tiestos bonitos, pintados y llenos de flores para desviar la atención sobre unas persianas rotas; o los que están abandonados y nadie volverá hacia ellos. La vecindad que ha querido mostrarse solidaria, que ha cantado, bailado, compartido miradas cómplices y tragos distantes, nunca ha dejado de lado quién era. Y ahora, una vez pasado el estruendo de lo vivido detrás de cada puerta cerrada con llave, se ha despojado del pijama inocente de lo común y ha vuelto a recuperar los símbolos abrazados, mejores o peores. Y han resurgido golpes descontrolados, disfrazados de verdad, que pueden hacer caer las columnas de los patios, tambaleando los edificios que nos protegen. Lo han hecho sin ninguna inocencia y con armaduras forjadas en las tardes en las que otros vecinas cosían mascarillas para ayudar y ayudarse a mantenernos en pie. Juegan con ventaja de viejos tahúres sin escrúpulos, en partidas que perderán los honestos sin cartas marcadas ni apuestas clandestinas. Sólo las que han visto las fauces al mortal oponente y las que curan los mordiscos casi a oscuras, mantendrán vivas las reglas de la partida. El resto, ¿pondremos al descubierto las trampas del juego o participaremos de torneos amañados aún a riesgo de perder demasiado?  

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