Opinión

La pequeña Elisa

La pequeña Elisa siempre me ha parecido demasiado triste para ser tan pequeña. Durante esta cuarentena alargada, ha sido una niña prácticamente desaparecida y su ausencia sólo se ha hecho presente al verla salir esta mañana de la mano de su madre, una mujer que parece acumular demasiados años para los días vividos. Ambas destilan tristeza o, tal vez sea sólo resignación ante lo que ya han aceptado como parte indisoluble de sus días. Resulta doloroso pensar que Elisa, que aún no ha cumplido una década, tenga asumidas ciertas crudezas de la vida como verdades inapelables de las que nunca se podrá despegar.

Elisa y su madre salen a pasear con un reluciente patinete que no ha tenido todavía tiempo a ser disfrutado. Mientras se coloca un pequeño casco protector con dibujos de alas moradas, Elisa lanza una rapidísima mirada fugaz hacia el balcón de su casa, casi siempre vacío. Su madre avanza a un paso demasiado acelerado para un paseo sin prisas y se dirige a ella en un susurro y, diría, que en un idioma que ambas han inventado en la necesidad de los días de encierro.

La pequeña Elisa ha aprendido a moverse sin ruido, a jugar sin palabras, a querer sin abrazos y a reír sin risas. No quiere molestar. Se ha acostumbrado a tener un padre perdido en nieblas y no quiere que se enfade y tampoco verlo triste. Su madre la ha explicado que está enfermo y que algún día se pondrá bien y él ha prometido curarse. Muchas veces en los primeros días. Cuando consigue fundirse con los muebles, lo observa detenidamente y se queda muy quieta para comprobar que todavía respira mientras esquiva una botella vacía que su madre aún no ha hecho desaparecer. 

Entonces Elisa se acuerda de cuando él se ríe, enseñando todos los dientes, y lo mucho que a ella le gusta. En esas veces, su padre huele a champú y la ropa a jabón, y habla sin parar. Cuenta cosas que ella no comprende y que aún así escucha con ojos muy abiertos para acordarse más tarde. Pero eso ya no pasa casi nunca. Su padre sólo duerme y, cuando despierta inquieto, llora y pide perdón insistentemente, con una mirada perdida que apenas la ve. Su madre, que con el encierro no ha podido encubrir todas las bajadas al infierno, duerme con ella en su habitación y cuenta cuentos para mantenerla a salvo. Elisa ya no quiere pasear más, se ha cansado del patinete y quiere volver a casa. Tiene miedo de que su padre vuelva a desaparecer, como hacía antes del encierro, y de que ya nunca se cure. Entra al portal con prisa y abre la puerta con cuidado. Las promesas están tiradas en el suelo y ninguno las recogerá ya. Pobre pequeña Elisa.

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