Opinión

La perspectiva del balcón

“Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré 

verdaderamente a los ojos de los demás, 

como si estuviera viéndoles el alma.” 

(“Ensayo sobre la ceguera”. José Saramago)

La perspectiva es clave. Siempre lo es y aún así pocas veces la tenemos presente.  Los colores, las formas, las imágenes o los espacios varían en función de la perspectiva elegida y pueden ser deformados o formados. Desde la que me ofrece mi balcón, reconozco que medida y calculada con mis propias reglas, diviso cuerpos que se mueven en muchas velocidades diferentes y caras escondidas detrás de mascarillas que hace poco se nos antojaban atrezzo de un gesto teatral, lejano e inútil. 

Se saludan de mil maneras pensadas sin acercarse: con efusividad, con un gesto de dejadez, sólo con los ojos o con palabras tamizadas por la tela y casi ininteligibles. Estoy segura, siguiendo el lenguaje corporal de esta vecindad ya casi disuelta, que muchos no se reconocen y se limitan a mantener las normas de la cortesía, por si acaso. Los veo alejarse unos de otros mientras piensan “quién será ese”, al mismo tiempo que repasan el archivo en el que guardan los nombres con caras de quienes forman su red social, ahora con orden de alejamiento.

Puede que afloren tantos extraños porque hace, quizás demasiado, que dejamos de mirarnos, de vernos de verdad. Puede que los ojos se hayan desacostumbrado a reflejarse en los otros ojos y ya no sepan registrar las esencias que no se olvidan. Mirarse de verdad puede resultar demasiado peligroso, demasiado expuesto, porque las mentiras se esconden peor, la seducción se escapa al control, la vergüenza asoma, la prepotencia se destapa y, sobre todo, el miedo pierde recodos en los que ocultarse.

Las gafas de sol protegen de peligrosos rayos pero también forman una barrera para ver, sin ser descubiertos. Las mascarillas del virus, en cambio, dirigen toda la atención a los ojos que hablan y que cuentan, aún a pesar de no querer contar nada.  Ahora son ellos los que  sonríen, compadecen, aman y odian. Son tiempos diferentes, tiempos de camuflajes homologados para igualar, aún con visiones imperfectas. Pero también son tiempos detenidos por voluntarios que excavan túneles subterráneos para provocar fugas peligrosas, aunque en el camino desencadenen la ceguera. Para suplantar el encuentro de la mirada común se persiste en desviarla hacia adornos bicolores en bocas cubiertas, hacia aires ya contaminados de desprecio y hacia muletas que, incapaces de sostener nada, se dedican al derribo. Los estandartes del desorden y el privilegio intentan cegar las miradas expuestas por las mascarillas. Desde mi balcón sigo jugando a adivinar cuántos vecinos son capaces de conocerse en esa media cara, mientras descubro en el suelo, con mucha pena, lazos negros olvidados. Aunque tal vez sólo sea cuestión de perspectiva. Quién sabe.

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