Opinión

Las orejas

Hay que ver para cuántas cosas sirven las orejas y qué poco consideradas están. No tienen el mismo nivel que los ojos o la nariz, y qué decir ya de la boca. Las orejas son humildes, como si hubiesen acatado ser poco más que unas sirvientas mal tratadas. Si son grandes o despegadas, sirven de diana para burlas y escarnios públicos, que no suelen ser demasiado graciosos. En cambio, pocos poemas o canciones resaltan su belleza. 

Las utilizamos para sujetarnos la mascarilla, los auriculares o las gafas, las perforamos con pendientes o las deformamos con dilataciones. Y como ningún anuncio nos vende producto alguno para resaltarlas, dotarlas de sensualidad o perfeccionarlas, apenas las soportamos, ahí pegadas a la cara, con más pena que gloria. La música demasiado alta, los ruidos que nos acompañan cada día, los gritos y los decibelios que superan barreras saludables las dañan, pero parece no importarnos.

Tanto las menospreciamos que estamos olvidando su función principal.  Puede ser que oigamos a lo largo del día muchas cosas, que percibamos los sonidos, pero escuchar, lo que viene a ser prestar atención a lo que se oye, cada vez lo ejercitamos menos. Y escúchenme, paradójicamente, es cada vez más necesario.

Necesitamos urgentemente entendernos a nosotros y a los demás, atender a lo que nos rodea, comprender lo que se nos dice, aprender de lo distinto y preguntar cuantas veces sea necesario. O lo que es lo mismo, escuchar. 

Si en lugar de oír palabras como pateras, ilegal, negro, subdesarrollo o inmigrante escucháramos, seguramente hablaríamos de futuro, esperanza, tierra, familia o ser humano y sabríamos que no es cómo lo pensamos o como nos han contado (para eso ha sido magnífico el Festival de Cultura Africana que acogió la pasada semana el Teatro Principal). Con esa nueva interpretación, seguro que podremos hacerlo mejor. 

Si no nos conformáramos con oír juego de niños, provocación, incitación a las relaciones, aborto o piropo probablemente escucháramos con claridad violación, libertad, educación sexual, menores abandonadas, dignidad, falta de comunicación familiar o palabras abusivas que meten el miedo siempre a las mismas.  Así estaríamos más cerca de alcanzar acuerdos para una mayor seguridad y mejor bienestar, ahora ya para todos.

Si evitáramos conformarnos con oír cumplir órdenes, frases recitadas que huelen mal y expresiones como conseguir experiencia o dar visibilidad, escucharíamos con claridad los feos intereses de algunas posiciones, descubriríamos mandatos muy cuestionables y entenderíamos claramente falta de derechos laborales y trabajar gratis. Podríamos entonces combatir de manera más eficaz las cosas que nos empobrecen y embrutecen.

No se trata de oír sólo para responder, sino de escuchar para entender y avanzar. Las orejas alcanzarían su grandeza, más o menos adornadas, más o menos besadas, pero mucho más útiles. Y hasta podrían tener una canción.

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