Opinión

Los amigos de Andrea

Díos mío, Dios mío! ¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer, en cambio, era todo normal!” (Alicia en el País de las Maravillas).

Hoy es domingo, sale el sol y he decidido que todo sea como siempre fue, aunque sea encerrada y no sea verdad. Me siento en la pequeña silla del balcón y determino que no veré ventana alguna, tampoco me asomaré a mi patio. Hoy será el día del silencio, de los ojos cerrados, de rebuscar esa hora que hemos perdido en el laberinto de negros agujeros, para no saber qué hacer con ella en el caso de que aparezca. Hoy no quiero ver el mundo. No quiero tener que pensar. Entro en esa calma de semiinconsciencia deseada cuando su voz me arrastra de nuevo hacia este día repetido. Escucho. Andrea, mi vecina 

del primero, conversa, se explica. Deduzco que lo hace con amigas. Las conversaciones se suceden sin apenas pausas, sin apenas respiros. Hablan de la vida, de encuentros, de manos que se tocan y de abrazos de bienvenida y despedida. Hablan de conversaciones pendientes, suspendidas en el aire y que temen estén a punto de perderse. 

Lamentan también todo lo que el último día juntas se fue escurriendo por agujeros diminutos en llamadas de móvil, en mensajes de trabajo o en respuestas a simples conocidos. Perdieron segundos de contacto, de confesión, de puesta en común. Segundos que entre todos esos gestos ajenos al propio encuentro sumaron minutos, y al final demasiadas horas. No sospecharon que aquel sería el último día en meses. Nunca sabremos cuándo fue la última vez de muchas cosas. Ahora añoran esa caña no tomada, ese vino no compartido, ese café con sonrisas. Andrea habla sin parar, pero no es lo mismo. La pantalla no transmite la misma emoción, no deja entrever las muecas, los gestos aprendidos de memoria, no deja compartir cuatro miradas, no permite silencios cómplices y llenos de palabras calladas. 

La amistad aún vive, pero la distancia comienza a doler un poco. Ahora se arrepienten de tantas citas aplazadas, de cansancios acumulados que anularon desahogos, de ausencias justificadas que fueron pequeñas mentiras. Andrea se despide de la última conversación. Desde su casa me taladra su pena. También añoro a mis amigos. En tiempos de desconcierto te pueden mantener despejada, lo suficiente para encarar un día más. Tal vez este aislamiento impida en el próximo encuentro dispersar segundos en asuntos ajenos al propio momento. La hora sigue sin aparecer tras esa loca carrera de las agujas de reloj que ya no necesitan de nuestros dedos. Pura magia. Cierro de nuevo los ojos. Aún es domingo. 

“El pájaro tiene su nido, la araña su tela, el hombre la amistad”. (William Blake)

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