Opinión

El maquillaje número seis

Lo único que no soporta es el maquillaje. Odia esa base que cubre toda la cara en un intento de borrar cualquier huella de imperfección que haga parecer menos jóvenes, menos guapas o menos luminosas; esos colores que prometen una mirada más grande y seductora, sin pararse en la tristeza que pueden reflejar los ojos, ni en las lágrimas que se mantienen prisioneras para que no resbalen por las mejillas. Huye del maquillaje porque en él ha fijado su odio. Así se lo ha hecho ver la psicóloga. Ha pensado mucho en ello y se mantiene firme en que ella nada tiene que ver con su madre, que siempre iba maquillada. Que nada destaque, pero que nada falte, para que la verdad no pueda ser vista. Así vivía. Nunca supo cuándo había comenzado el ritual sagrado de la madre para sepultar su tragedia bajo el maquillaje número seis. Muchas mañanas el padre le acariciaba ligeramente la mejilla, le decía lo guapa que estaba y después enviaba un regalo y ella, tan pequeña aún, pensaba que aquello era el amor. Pero eso era cuando era muy, muy pequeña, cree. El tiempo es relativo, por eso no sabe cuándo fue que descubrió la estrecha y dolorosa relación entre los sollozos nocturnos, los gritos ahogados y los golpes secos con una cara más maquillada, unas sombras de ojos más marcadas y, también, una mirada más extraviada. Se percató de que  nunca había visto a la  madre sin ese maquillaje casi perfecto y comenzó a observar, en silencio, que cuando el padre le acariciaba la mejilla, ella se estremecía ligeramente, que los regalos los dejaba olvidados en cualquier rincón de la casa y que siempre estaba asustada. 

Y entonces, un día simple, anodino, entró en la cocina con la cara completamente lavada. El padre la miró horrorizado, tal vez no era capaz de soportar, a la luz del día, la plenitud de su obra nocturna. Tal vez hasta mirase con repugnancia aquel rostro limpio, con sangre reseca y un color negro esparcido desde el labio roto hasta el ojo, pasando por la mejilla desgarrada. Y le creció la rabia. Empujó a la madre hacia la habitación, la obligó a coger las cremas y a esconder aquel rostro roto ya por el terror y  la imposibilidad de restaurarse por sí mismo. Le susurró el temido “ya hablaré a la noche contigo” y se fue. Pero ese día no esperaron ningún regalo, ni contestaron a sus constantes llamadas. Con el  maquillaje de nuevo perfecto salieron de allí, sin mirar hacia atrás. Ella nunca volvió a ver a la madre como aquella mañana. Tal vez ya no sabía cómo reconocerse ante el espejo de otra manera o tal vez sólo quería no olvidar del todo. Nunca se lo preguntó.

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