Opinión

Ser de pueblo

Mi pueblo es pequeño. Aunque no siempre fue así, al menos para mí. Ya se sabe que los tamaños y las distancias se acortan con la edad. La casa de mis abuelos aún se mantiene, aunque todos sabemos que nunca nadie, al menos de la familia, va a volver a habitarla. Su destino final será, con toda probabilidad, el abandono absoluto. Es, junto a otras dos casas y la fuente, lo único reconocible que aún queda en pie. Lo demás es o demasiado nuevo o demasiado viejo. Mi pueblo se ha quedado sin sus rostros propios. Hace años fueron llegando nuevos inquilinos sin ninguna raíz que los atara a esa tierra y, como consecuencia, no han logrado ninguna cosecha. El silencio se ha apoderado de los caminos que lo atraviesan y nadie se deja ver. Estarán en las casas grandes que construyeron, incluso en la antigua escuela, y que rompieron, estéticamente, todo lo que un pueblo es. Así que tampoco es de extrañar que el alma que lo hacía respirar, llena de vecindad que convivía y puertas siempre abiertas, se haya esfumado. Ahora todas están cerradas. No entra en la categoría de abandonado, pero se acerca bastante. No está vaciado, así lo acreditan los numerosos coches que se ven al inicio de la carretera cada día, pero está, como pueblo, en ruinas, eso es seguro. Ahora ya sólo es construcciones que fueron surgiendo de cualquier manera en cualquier parte hasta deformarlo. Y devolver los pueblos a la vida es otra cosa.

Porque un pueblo no es un espacio habitacional cerrado e individual. Un pueblo son vecinos, es el bar del encuentro, es la plaza con gente, es la escuela para los niños, es atención médica de calidad, es accesibilidad a los bancos, es una tienda, es tener conexión con el mundo y estar comunicado con el entorno. Un pueblo es una manera de vivir. Es agricultura, es ganadería, es el campo. Es labrar la tierra, cuidar de los animales, es tener trabajo. Un pueblo no es una estampa de postal para el verano que se guarda en un cajón o se expone en una pared. Porque en los pueblos también llueve, oscurece y nieva. Y también entonces tienen que estar vivos, porque lo contrario es un engaño colectivo. Los pueblos tienen que respirar, oler, poder tocarse y oírse. No pueden ser oasis asépticos para que nada moleste a los foráneos. Alejar a los pueblos del vacío, la soledad y el abandono que los ha ido poblando no se hace sólo con casas reconstruidas para un turismo fugaz. Para que los pueblos vuelvan hay que llenarlos de vecindad que pueda trabajar y vivir dignamente con todas las comodidades posibles y que no tenga que volver a dejarlos atrás si no quiere. Ser de pueblo es un orgullo.

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