Opinión

El verano de la emigración

El verano es esa estación que la memoria reviste de alegría, familia, amigas y normas relajadas. Resume los momentos más mágicos de infancia y juventud. Con el tiempo es lo que  queda. Porque la edad va tiñendo estos meses del gris ceniza de los incendios, del amarillo limón de un sol que nos empapa de sudor mientras seguimos trabajando, del rojo de números en cuentas bancarias que no sabemos como cuadrar, del marrón que supone conciliar con los hijos de vacaciones y del verde esperanza de que septiembre suponga un nuevo comienzo. Sólo en la infancia y en la juventud el color es azul infinito. Los veranos se parecen en lo esencial, aunque las generaciones los guarden en contenedores diferentes.

Pero hubo veranos que para millones de españoles tuvieron un significado mucho más  complejo. En 30 días se transitaba por la alegría desenfrenada, la ilusión casi ingenua, el desengaño más frustrante y un dolor desolador. Era el verano de la emigración. Las vacaciones de los y las españolas que un día montaron en un tren, con una pegatina en la solapa del abrigo, para encontrar otro futuro en esa Europa prometida, sin dejar nunca atrás lo que aquí se quedaba. El verano suponía días de viajes en coche, fronteras cerradas en las que mostrar el pasaporte y la intensa emoción de volver  al fin. 

La alegría desenfrenada casi se ahogaba entre lágrimas y  abrazos de reencuentros soñados con padres, madres, hijos, hijas, mujeres y la tierra propia. Alegría de saber  que había treinta días para sentirse, por fin, de nuevo en casa. Un mes para estrenar, otra vez, la ilusión casi ingenua de encontrar un trabajo para volver y estrenar el piso comprado con tanto esfuerzo. Pero el verano siempre acaba y, mucho antes, cuando sólo es un mes y la necesidad de sentirse parte de un único lugar, el familiar, es tan acuciante. El desengaño frustrante llega con la decepcionante tarea de volver a hacer las maletas, cada año más convencidos de que ese regreso definitivo no va a llegar nunca.

Las promesas de cartas, de alguna llamada de teléfono y de no olvidarse nunca reviste el dolor desolador de la despedida. Los abrazos son más fuertes y las lágrimas más escasas, porque se retienen. Un año en realidad es mucho tiempo y nadie sabe si habrá otro verano juntos. A la vuelta, la carta prometida: “El viaje ha sido tranquilo. He tenido que mirar para otro lado cuando se iba quedando atrás el pueblo y vosotros os ibais haciendo cada vez más pequeños para no llorar más.”

Lástima que  esta sociedad se haya alejado de este fenómeno migratorio, que tanto aportó a su país, haciendo a esos hombres y mujeres tan pequeños que se pierden en el abismo del olvido.

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