Opinión

Volver al hospital

Habla desde la calle, lo hace a gritos, pero no son molestos. Conversa con la vecina del quinto, en la manera en la que pueden darse las conversaciones que se mantienen en la distancia. Se encamina hacia su paseo cotidiano y cuenta que ya estuvo en la consulta, que acudió al fin al hospital para llevar a cabo la revisión pospuesta. Asiente con la cabeza y dice que sí, que todo bien, que ya no vuelve hasta septiembre. Desde el quinto se escucha un suspiro, aunque tal vez simplemente se haya dejado imaginar, y con los brazos apoyados en el balcón, la vecina hace un amago de aplauso solidario. Ella ya visitó su hospital hace quince días, porque el mundo se paró, pero no la vida y todo lo que conlleva. Acudió para continuar con un tratamiento interrumpido que la hizo víctima de un doble miedo: el del virus recién aterrizado y el de su propia enfermedad, ya años asentada. 

Se despiden hablando del calor, del tiempo de descanso y de las ganas de encontrarse pronto en la terraza del bar del barrio, a la que aún no se han atrevido a acudir, aunque el gobierno se lo haya autorizado, porque las libertades no son obligatorias. Permanece asomada, viendo cómo el patio vuelve despacio a la normalidad con las casas apagándose para regresar a la calle abandonada. 

Piensa en su visita al hospital donde nada y todo ha cambiado. En una aparente normalidad que marca la continuidad interrumpida, las mascarillas han invadido el espacio de pacientes y sanitarios y las distancias marcan el contacto. De vuelta a la cotidianidad de pruebas, esperas y tratamientos, observando el viejo entorno que ahora sabe a estreno, cree que este virus ha anulado demasiadas cosas, dejándolas aparcadas en una invisibilidad perversa. El mundo intentó quedarse congelado, pero fue imposible. Siguió girando con las otras enfermedades arrastradas, con muertes sin estadísticas diarias, con pequeñas grandes victorias y con esperanzas sin vacunas en investigación.

Y ahora, una vez que comienza a disiparse ese humo negro que impedía respirar, todo sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Ella siempre lo supo, por eso aplaudía con fuerza en la cita diaria. En cada inyección, en cada pastilla, en cada mejora y en cada recaída, en cada palabra y en cada gesto, agradeció poder sentirse bien. En su patio ya nadie aplaude. Ella lo sigue haciendo en su casa y se prepara para pelear contra el rebrote de la precariedad. Nada debería volver a ser igual pero, en la espera del hospital, sintió la triste certeza de que el desamparo a los uniformes blancos no se ha destruido y de que volverán las espaldas. Si hay una segunda vuelta, no sabe si querrán nuevos aplausos. Intuye que no. Intuye que prefieren barreras firmes contra el desmoronamiento. 

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