Opinión

Morir para vivir

En pleno siglo XXI, seguimos reivindicando la importancia de que las leyes civiles se impongan sobre las creencias, religiosas o políticas, para intentar así resolver nuestros conflictos. 

Desde el punto de partida de la defensa de los derechos humanos, sabemos que existe un derecho a la vida y a la integridad física y moral, que se contrapone y, paradójicamente se complementa,  con la demanda de bienes constitucionalmente protegidos, como la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad. Hecho que se plasma en la regulación de la eutanasia.

Hablamos de muerte digna, voluntaria, con un procedimiento garantista, que lejos de crear una industria de la muerte, como afirman los ultras de la derecha, pretende acercar quietud donde solo hay agonía.  Ante un padecimiento grave, crónico e imposibilitante o una enfermedad grave e incurable, causantes de un sufrimiento intolerable, ¿dónde está la actitud despiadada de querer respetar las decisiones de cada uno ante una demanda histórica frente al dolor?

La idea de que la muerte podría representar un alivio para una vida condenada a horribles sufrimientos no es nueva, surgía ya en la cultura griega, expresada en el Mito del Centauro Quirón, a quien el dios Apolo concedió el don de la "mortalidad", después de que en una batalla con otros centauros, éstos le infringieran una herida incurable.

Actualmente, la atrevida ignorancia hace desconocer que el empleo de medios terapéuticos que alivian los dolores y que implican acortamiento de vida, así como la interrupción de manera omisiva de un tratamiento que prolonga artificialmente la vida, son formas de eutanasia, destipificados en nuestro Código Penal, pero diariamente presentes en la práctica sanitaria. Métodos que, al igual que la eutanasia activa directa, solo pretenden hacer más fácil lo difícil. Llenarse la boca de libertad para rezumar improperios sobre quién o de qué manera se puede decidir sobre nuestros cuerpos, al más puro estilo de la arremetida contra el aborto, solo les hace jugar de nuevo con la muerte, principal capital del argumentario, siempre vacío de contenido, sobre  el profundo análisis del trasfondo vital de la autonomía personal.  Y es que nadie, en su sano juicio, puede concluir que esta ley fomente el suicidio, sino que abre un horizonte para que cada persona alargue su vida hasta el momento en que quiera irse, y pueda hacerlo en paz.

Nos convertiremos en uno de los países pioneros en Europa, solo por detrás de Holanda, Bélgica y Luxemburgo, en avanzar en derechos sociales, para que cuando alguien sienta que el hilo de esperanza que le aferra a la vida es demasiado feble, pueda cortarlo a su medida, sin que ningún retal pueda quedar suelto.

Me viene a la mente un fragmento del poema “Cuando yo caiga” de Ramón Sampedro, precursor en la petición de la eutanasia en nuestro país y ejemplo de lucha, que dice: 

“De la semilla al fruto fui empujado por el amor,

Cuando vuelva al origen, derribado o caído,

Amigo o enemigo, que no te cause espanto,

Aunque te parezca que ya no tengo vida,

No es que esté muerto, me estoy recreando.”

Se trata del derecho a elegir. A no huir por la puerta de atrás, sino que se reconozca el derecho a saber abandonar dignamente esta vida como una opción garantizada, un derecho que debe estar al alcance de todos y todas, que no se trata de imponer a nadie. 

La vida es un don. La eutanasia debe ser una elección digna, no un fracaso. Una lucha por la más pura condición humana.

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