Opinión

Eutanasia

En sus más amplias formas y con más o menos éxito, el liberalismo se ha rebelado históricamente contra el absolutismo de la sociedad estamental y feudalista, propagando las ideas de la ilustración, la igualdad de derechos y el libre mercado. Lideró, además, el establecimiento posterior de un marco de organización de la soberanía colectiva, la democracia. Pero yendo aún más allá, estableció un nuevo rango de soberanía, la del individuo, que jerárquicamente debía de prevalecer ante la colectiva, siempre y cuando, no conculcara de manera demostrable y suficiente a la de otro individuo. Desde este punto de vista, es el individuo quien goza del valor supremo de la libertad para gestionar su existencia. Por lo tanto, como propietario de su capacidad de decidir y pensar, será libre de asociarse voluntariamente con otros, de emprender o alquilar su trabajo a otras personas, de crear una familia, de abrazar una creencia religiosa o cualquier ideología política… 

En cualquier ámbito decisorio individual, subyace un tipo de propiedad; la libertad de gestionar las distintas propiedades, se encuentra limitada por la que ostente cualquier otro individuo. Sin embargo, vivir en sociedad, en democracia, significará la exigencia de limitaciones y prohibiciones adicionales, e implicará ceder nuevas cuotas de propiedad, en un caso, material, por la vía impositiva, para el sustento del marco colectivo en el que hemos aceptado vivir. Esto se complica cuando este colectivismo tienda a crecer infinitamente, invocando la entelequia del “bien común” para que los que lo gobiernen, se arroguen de cada vez más y más poder a costa de arrebatarnos mayores cuotas de propiedad y, por tanto, de libertad. 

También habrá quien intente, utilizando fundamentos místicos o morales, sustraernos de la gestión de nuestra primigenia propiedad, la que otorga nuestra existencia, que no es otra que la propia vida y nuestro cuerpo. Es bien comprensible y respetable que la Iglesia opine sobre esta cuestión, como es igualmente comprensible y respetable que cualquiera respalde sus posicionamientos, en la buena lógica de nuestra bonhomista y arraigada raíz judeocristiana. 

No obstante, nuestra también profunda raíz liberal justifica la propiedad irrenunciable sobre nuestra vida y el uso que queramos darle a nuestro cuerpo, ya que este derecho no conculca el de ninguna otra persona. La eutanasia, por tanto, debiera enmarcarse en este ámbito. El deseo de no continuar viviendo, cuando alguien está sometido a una enfermedad irreversible que le ocasiona un sufrimiento extremo o una vida degradante, ha de ser respetado; por supuesto, con todas las cautelas jurídicas que garanticen que es consecuencia de un deseo manifestado en el momento o bien en el pasado, mediante instrucciones dejadas por el interesado.

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