Opinión

La flaqueza del llorón

Automático. "Ay mi pescadito deja de llorar..." Apenas cinco palabras para que tenga que hacer verdaderos esfuerzos en no empezar a lloriquear de una forma tan repentina como irracional. No falla. La escena de "Capitanes Intrépidos" en la que se recuerda al fallecido marinero portugués Manuel (Spencer Tracy),  tocando al son de su ¿zanfona? esta conmovedora canción, funciona como un verdadero resorte  para humedecer mis lacrimales. Ni soy hombre de mar, ni he perdido a ningún ser querido en tales circunstancias, ni creo tener el hipotálamo atrofiado; no lo puedo remediar, ni encontrar un verdadero propósito a tal desmoronamiento emocional, como no parecen encontrarlo los psicólogos que aun hoy en día, no encuentran consenso a las verdaderas causas y naturaleza de tal desahogo emocional, que solo los humanos manifestamos.

Hemos visto lloriquear al hoy flamante vice Iglesias mientras abrazaba a su compañero Echenique tras la investidura de Pedro Sánchez. No era la primera vez, ni será la última, en que veamos a un político gimoteando en público. Esperanza Aguirre, la dama de hierro española, Barack Obama o el impasible Aznar, entre tantos, han sucumbido a las lágrimas por causas aledañas a su acción política.

Pero, ¿de qué manera afecta este llanto estadista en la ciudadanía?, ¿acaso el llanto de los políticos tiene consecuencias en materia de votos y  de liderazgo? Cuando el llanto es fingido, táctico, electoral, la mayoría del público lo decodifica inteligentemente, capta la intención de engaño y reacciona con desdén y rechazo hacia esa figura política. Es probable, sin embargo, que cuando resulta un trance espontáneo, involuntario, muchos lo vean como señal de sensibilidad y humanidad de quien lo manifiesta. Pero aún en este caso, muchos somos inclementes.

Freud afirmaba que el llanto era un síntoma de debilidad, un rasgo primitivo e infantil que expresa debilidad que heredábamos de nuestra niñez; otros afirman que se produce para mostrar sumisión y poder provocar en el otro compasión y, cuando lo hace un político, una contradicción incompatible con quien ha de demostrar fortaleza, empuje y musculatura emocional ante la muy azarosa y comprometida tarea de liderar el futuro de una nación. ¿Demuestra un candidato pleno dominio y control de la situación cuando no lo hace ni de sí mismo?

Eran otros tiempos y los gobernantes de otra condición. Tan importante resultaba el primer parto de la reina de Isabel de Portugal, esposa de Carlos I, y que habría de dar continuidad a la dinastía de los Austrias españoles, que la pudorosa corte de entonces permitió la discreta y excepcional presencia en la alcoba de importantes cortesanos para que fuesen testigos de tal trascendente acontecimiento. Para Isabel, sí era capital guardar la compostura en cualquier situación y ordenó que se le cubriera el rostro con un ligero velo con el objetivo de que ninguno de los asistentes la viera sufrir. Es más, nadie siquiera la oyó lamentarse o gritar. Su dama portuguesa, viéndola sufrir tanto le imploraba que gritase, llorase y exteriorizase su dolor; pero ella, hablándole en portugués le dijo: “Naö me faleis tal, minha comadre, que eu morrerei, mas naö gritarei”.

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