Opinión

La transición al Fausto moderno

El original fue un médico. Las comidillas sobre la muerte del doctor Johann Georg Faust en 1540, despedazado al explosionar el fatídico brebaje de sustancias con las que buscaba sabe Dios qué tipo de remedio o receta, fueron tales que se extendió la creencia de que  Faust habría entrado en tratos con el Maligno al vender su alma a cambio de anheladas sapiencias prohibidas. 

Tal alusión imaginativa terminó alimentando una de las leyendas más extendidas de la época. Mefistófeles, intermediario entre el Diablo y sus invocadores humanos, se presenta ante el enigmático médico para cerrar el siniestro acuerdo. Le facilitaría la revelación de los grandes secretos y misterios de la existencia vedados a los humano a cambio de, transcurridos veinticuatro años, disponer del alma de Faust, de cuanto fuera de él y en cualquier manera que lo satisficiera: propiedades, cuerpo, sangre… Pasado cierto tiempo, el médico, al percatarse de que ha sido engañado y hábilmente distraído con revelaciones intrascendentes y  conocimientos fútiles intenta, inútilmente, romper el contrato. Había vendido su alma en vano, con lo que después del plazo establecido, fue horriblemente mutilado y asesinado por el diabólico guardián del Infierno.

Las variaciones posteriores de la leyenda son sobradamente conocidas. Entre ellas, la reinterpretación de Goethe, en la línea racionalista, no condena la ambición de un personaje que desea ampliar los horizontes de la sabiduría, redimiéndolo de la condena al arrepentirse Fausto de su pacto satánico. Thomas Mann utiliza la figura de un músico, quien a cambio de conseguir el virtuosismo en la composición musical, pacta renunciar al amor de por vida. Sin embargo, sucumbe ante los encantos de Esmeralda, una prostituta que le proporciona la máxima inspiración artística deseada, aunque el contagio de la sífilis le condena a la invalidez y a perder para siempre todas sus facultades creativas.

El pacto fáustico forma parte hoy de nuestra realidad, está a la orden del día y puede manifestarse en múltiples variantes. Cualquiera que sea la interpretación o la analogía que busquemos, encontraremos siempre a un personaje que, estimulado por la avaricia, el conocimiento o el virtuosismo, compromete su propia alma, sentimiento o voluntad... Pero ningún paralelismo con el soberbio que, buscando una recompensa o satisfacción personal, expone lo que en modo alguno le pertenece ante quienes, sin duda alguna, no tardarán en despedazar. Se empieza por la abogacía del Estado, la política penitenciaria, la diplomacia, la educación o el adoctrinamiento.

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