Opinión

Captatio Benevolentia / Alberto Conde

En el siglo XVII algunos escritores incluían al principio de sus obras unas líneas pidiendo al lector que fuera condescendiente con su libro pues si no era de su agrado, decían, el autor lo había escrito con su mejor intención. Aquello se llamaba "captatio benevolentia". Yo quiero hacer lo mismo aquí, una captatio benevolentia, porque no sé nada de música así que voy a hablar de Alberto Conde y no de su música.

El primer recuerdo que tengo de Alberto Conde es una escena de película de dibus en la que dos niños de nueve años, él y yo, patrullábamos la calle Santo Domingo de Ourense como dos hobbits, pero no cantando canciones hobbits sino atracando a los transeúntes con un arma en las manos. 

El arma era una hucha de cerámica con forma de cabeza de chinito. El procedimiento era este, Alberto le clavaba la huchita violentamente en el estómago al primer transeúnte que pilláramos y ambos gritábamos al unísono amenazantes ¡una limosna para el Domund! Entonces aquel tipo, aterrorizado, echaba mano a la cartera y rápidamente soltaba la mosca sin rechistar. Después yo le ponía una pegatinita en la solapa, lo dejábamos ir y buscábamos la siguiente víctima. O sea que éramos como dos pequeños delincuentes de una película de Scorsesse cobrando el impuesto de la mafia. Supongo que Alberto era Robert de Niro y yo Ray Liotta. No sé. 

Lo de la pegatina merece un aparte. La gente pensaba que les poníamos la pegatina para que sus amigos, familia y vecinos vieran que habían contribuido a una causa noble. Pero no. Nosotros pertenecíamos a una banda criminal muy bien organizada. Nos distribuíamos por parejas y peinábamos la ciudad. La pegatina era una señal para que otros miembros de la banda supieran al verla que aquel señor o señora ya había pagado y no había que molestarlo más.

Al día siguiente íbamos al colegio Curros Enríquez con la hucha llena y el capo -que no se llamaba don Vito sino don Lino- la abría, y en su presencia contábamos el dinero y sumábamos la recaudación.

Ahora me doy cuenta de que nuestros maestros en aquel colegio, don Lino, don Claudio, etc., se dedicaban a la explotación infantil. Mano de obra gratis. Claro que lo hacían con buena intención y a nosotros no nos importaba. Quiero creer, y seguro que Alberto lo cree también, que el contenido de aquella cabeza de chinito sirvió alguna vez para pagarle una vacuna contra la malaria a algún chaval de nuestra edad.

El segundo recuerdo es este: 

Alberto venía a mi casa a jugar y yo iba a la suya. Su casa tenía ascensor, la mía no. A mí el ascensor me resultaba fascinante, tenía puertas por todas partes y según a qué piso fueras tenías que salir por una o por otra. Incluso tenía un lado sin puerta en el que veías pasar la pared al subir y bajar.

La primera vez que fui a su casa Alberto me preguntó en aquel ascensor: ¿Conoces el "Mercado Persa"? Recuerden ustedes que teníamos nueve años. Y yo contesté: No, ¿qué es eso? Es un tema musical, dijo él. Ya verás. Ahora lo escuchamos. 

Nos abría la puerta su madre. Hola Víctor, qué tal están tus papás, etc., ¿quieres unas croquetas?, acabo de hacerlas. Sí, no, no sé, gracias... Después íbamos al salón. Alberto encendía el equipo de música, para mí espectacular ya que en mi casa ni siquiera había un triste tocadiscos, y después de colocar allí el vinilo sonaba el Mercado Persa a todo volumen. 

Esto se sucedía de forma constante cada vez que iba a su casa. Al entrar en el portal yo ya iba rumiando lo que iba a pasar y solo esperaba oír la pregunta fatídica: Oye, ¿ponemos el Mercado Persa? Yo contestaba sí, vale, Alberto. Misma historia. A veces lo ponía varias veces seguidas. Si he de ser sincero, yo estaba del Mercado Persa hasta aquí.

Pero un día todo cambió. Subíamos en el ascensor y en lugar de la pregunta de marras Alberto me miró a los ojos y dijo: ¿Conoces Sherezade de Rimsky Korsakov? Imagínense lo que le pasa por la cabeza a un niño de nueve años cuando le hacen esta pregunta a bocajarro. ¿Saben qué le pasa? Se lo voy a decir yo que lo experimenté: nada.

Desde aquel día el Mercado Persa desapareció y todo pasó a ser Sherezade, Sherezade. Así que esto tengo que agradecerle a Alberto, que con él aprendí de memoria el Mercado Persa y Sherezade mucho antes de aprender "cumpleaños feliz te desean tus amigos de Parchís".

Mi relación con Alberto como la mayoría de esas amistades infantiles, a pesar de habernos perdido de vista el uno al otro durante años, en cada reencuentro fue como andar en bicicleta. Te subes a la bici y todo es igual.

Nos dejamos de ver a los once años. Él se fue al Instituto y yo a los Maristas, así que cada uno hicimos nuevas pandillas. Él se dedicó a la música y yo me fui a estudiar a Madrid. Nos reencontramos en los ochenta, en Vigo. Y este es el tercer recuerdo.

Yo acababa de llegar a Vigo, era fotógrafo de moda entonces y no conocía la ciudad. Como me gusta el jazz iba a cuanto club de jazz hubiera. Una noche recalé en un local que se llamaba Alma. Estaba en el casco antiguo, en la calle Pobladores. Era un sitio oscuro, pequeño, feo, húmedo y frío. Pero ponían una música estupenda y la conversación del dueño y los parroquianos era estupenda. Me aficioné a ir allí.

Una noche Alberto llegó al Alma con su piano debajo del brazo y dos colegas músicos, Kin García y Cuchús Pimentel. Yo ni sabía que Alberto vivía en Vigo, pero resultó que era un asiduo del Alma y tocaba allí muchas veces. Y empecé a fotografiarlos a él y a sus amigos.

Un día decidimos hacer unas fotos del grupo más trabajadas. Y yo sugerí hacerlas en la playa. Dicho y hecho. Cogimos una furgo, metimos en ella todo el material, que era bastante entre sus instrumentos, amplis, baffles, etc., y mis acumuladores, paraguas, flashes y cámaras. Y nos fuimos a Samil. Al Camaleón. Le preguntamos al dueño si nos dejaba enchufar las tomas eléctricas dentro y llevar el cableado hasta la playa e inteligentemente el tipo dijo que sí, porque aunque la terraza del Camaleón al atardecer solía estar llena, aquel día se abarrotó. 

Allí, en la arena, había tres tipos tocando como ángeles, con los pies descalzos, regalándoles a los clientes del Camaleón un precioso, inesperado y gratuito concierto de jazz. Y yo fotografiándolos contra un fondo de lujo: el mar, el cielo y una puesta de sol tras las islas Cíes.

Bueno, pues estos eran los recuerdos. 

Por cierto que antes cuando hablé del bar Alma, dije una frase con trampa, pero ustedes no se dieron cuenta. Dije "Alberto llegó al Alma con su piano debajo del brazo". En esa frase la palabra alma no era el nombre del local. No. Yo la estaba empleando con su otra acepción. En inglés alma se dice soul. Y soul es jazz. Y el jazz es, al menos así lo veo yo, la música que mejor nos llega al alma y al corazón.

Alberto se apellida Conde de León. Yo de niño creía que era un aristócrata. Ahora lo sé. Es un aristócrata de la música.

Alberto toca hoy en Ourense, en el Liceo. Vayan a verlo. Los emocionará.

Te puede interesar