Opinión

De Alcàsser a Níjar, nada ha cambiado

En este país -aunque sospecho que esto pasa en el resto de países de nuestro entorno—, en cuanto sucede alguna desgracia criminal como ha sido la muerte del niño Gabriel, se enchufa a máxima potencia el ventilador de la mierda, la bajeza ética y el colectivo atrevimiento ignorante, y todo un mecanismo de indecencia, prostitución de emociones y salvaje afán de liderazgo mediático se engrana a la perfección como en el más fiable de los motores a reacción. 

Entre los duchos en la materia es conocida la tercera ley de Newton (a toda acción le corresponde una reacción igual y de sentido contrario); y qué mejor prueba de la certeza de la norma que atender a lo ocurrido desde que se halló el cuerpo del niño; su muerte es la acción, salpicada del dolor insufrible e insuperable de sus padres; la reacción, el efecto contrario, es la puesta en marcha de la fábrica de pasiones baratas y análisis faltos de rigor que vemos en los medios de comunicación, especialmente en los platós de televisión, de suerte que, cuanto mayor es el desgarro personal del padre o la madre, más «solemne» es el espectáculo mediático y más suculenta la cuota de pantalla. Y el combustible, en fin, que hace posible esa ley física de acción/reacción es el morbo colectivo, la ignorancia del populacho, nuestra querencia por ver de cerca la tragedia, por regodearnos en la miseria, por sentenciar y ahorcar en la plaza del pueblo en juicios sumarísimos mientras nos hacemos el selfie al lado de la víctima, del verdugo, o de ambos a la vez. La verdad es que todo huele a podredumbre. 

Me produce rubor y vergüenza ajena el presentador que monta en un santiamén un programa realiti cuando aún está caliente la sangre del cadáver; me da arcadas la imagen de ese reportero ávido de un primer plano en el que destaque por encima de todo la lágrima fresca de la madre resbalando por la mejilla mientras le coloca el micrófono para captar el sonido gutural de su voz quebrada; me causa estupor la jauría humana, informe, que hace guardia a las puertas del cuartelillo gritando, aclamando el linchamiento en el acto, qué sé yo, una lapidación pública, ¡ah!, pero justo en el momento en que la cadena de televisión conecta con el lugar en que se ha congregado el gentío, el griterío se hace aún más ensordecedor mientras unos y otros se hacen sitio a empellones para arrimarse lo más posible al reportero y salir en directo, saludando a la cámara —mamá, papá, salí por la tele—, pues la ira no está reñida con el segundo de popularidad. Me abochorna ese debate televisivo en hora de máxima audiencia en el que uno elucubra sobre el posible móvil del crimen, otra discrepa y habla de que la asesina (superada la distinción, estéril para casi todo el mundo, entre homicidio y asesinato) es una sociópata, psicópata, neurópata, y la movió este o aquel impulso cerebral, y todos apelan y empatizan con el dolor de los padres al tiempo que trafican indecentemente con su tormento, malditos fariseos. Y me causa tristeza escuchar cómo se castiga y demoniza a la abogada de oficio que le ha tocado defender a la acusada, pues deben de pensar que es igual que ella, cómo se le ocurre defenderla, maldita, no querrás que salga absuelta, espera que te pillemos sola. Lo que demuestra lo poco que hemos avanzado en el entendimiento de nuestro sistema procesal y constitucional.

No hemos avanzado nada. A cada nefando crimen (si son menores tanto mejor) le  sigue el reinado de la prensa sensacionalista y de los programas carnaza. No hemos aprendido nada desde aquel grotesco y macabro espectáculo de Nieves Herrero y las niñas de Alcàsser. Pobres padres de Gabriel. A su insuperable dolor han de añadirle la infamia de tanto ignorante jurídico pululando por las redes sociales, de tanto charlatán que no sabe ni de lo que habla y de demasiado oportunista traficante de pasiones primarias. Pobres padres. Dejadlos en paz de una puñetera vez.

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