Opinión

El cachete

Rebuscando entre periódicos digitales y páginas de internet algún suceso o noticia que me pudiera inspirar para escribir este artículo (la empresa a veces se vuelve muy ardua, créanme), me topo con una que capta mi atención, no solo por su propio contenido, sino por la polémica que hoy en día genera el asunto central que justificaba esa noticia periodística. Resulta que un juzgado de guardia de una ciudad española archivó la denuncia presentada contra una madre que había sido detenida por la Policía Local, tras haber sido alertada ésta por una vecina que había escuchado gritos en la vivienda. La policía se había personado en la casa, y tras comprobar que la madre había pegado un par de cachetes a su hija de diez años por llegar tarde a casa dos horas, se la había llevado detenida. Finalmente el juez, constatada la ausencia de ánimo lesivo en la progenitora, archivó definitivamente el asunto, quién sabe si maldiciendo en arameo por el tiempo precioso que le hicieron perder. La mujer quedó libre de pena, tras pasar no obstante por el trance de una detención policial y su posterior puesta a disposición judicial.

Decía que el asunto es jugoso (rayano en lo morboso), y se presta a la discusión enconada, pues cabe encontrar en él posiciones extremas; efectivamente están los que ungidos por un buenismo patético, ven en el cachete un fracaso absoluto de los padres; así, leo a algún «gurú» de la psicología sentenciar que «con cada cachete que das estás fracasando como educador, como referente y como padre»; y pienso, y pierdo al poco la cuenta, en la cantidad de veces en las que he fracasado como padre, en lo fracasados que se debieron de sentir mis padres, y antes que ellos mis abuelos, y en la ausencia absoluta de referentes que padecí durante mi infancia; pienso en el pobre fracasado padre de mi mejor amigo, una de las personas más entrañables que he conocido; pienso en el resto de mis amigos y allegados, ¡eh!, tipos normales, no vayan a pensar, pese al flagrante fracaso de sus padres a la hora de educarlos, pues según me cuentan, más de una colleja o cachete les cayó de niños por hacer trastadas de las gordas. Y esos niños, milagrosamente, crecieron y hasta se convirtieron en adultos responsables, pásmense, pues casi todos se han casado y han osado tener hijos, ello pese al fracaso absoluto en que se había convertido su infancia. Fracaso en los que también están incurriendo ellos, lo he comprobado yo mismo cuando en más de una ocasión he visto cómo le pegaban un cachete a sus hijos por haberla liado parda en público de puro capricho. Podría decir, sin temor a equivocarme, que estoy rodeado de fracasados.

Claro que también está la postura contraria con la que no comulgo. La de los que defienden el castigo físico con ánimo lesivo, látigo en mano; la de los que convierten su casa, no en un hogar, sino en un cuartel militar donde reina el temor en lugar del respeto y el cariño. Estos sí son los padres que fracasan, los que nunca debieron ser; estos son los nostálgicos de funestas épocas pasadas en las que tratar de usted a los padres casi siempre era norma impuesta bajo la premisa del terror.

Me decanto por el cachete a tiempo, ahora lo digo. Algunos he dado ya, y los que quedan, pues 13 y 10 años tienen mis dos tesoros. Alguno más daré pese al grave e inminente peligro de levantarme un día con una sensación de fracaso paterno oprimiéndome el pecho; sensación que supongo se desvanecerá  justo en el momento en que mi hijo corra hacia mí con los brazos abiertos y me diga, como dice: «Papá te quiero mucho». Y es que con tan bendito fracaso, ¿quién puede añorar el éxito?

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