Opinión

Ceguera

Puede ser que yo padezca alguna suerte de dolencia visual que hace que la perfección de la realidad de mi ciudad esté absolutamente distorsionada. Sólo así se entiende que donde uno ve aceras bacheadas y sucias y calles moteadas de contenedores con basura desbordante, otro vea plácidos senderos por entre calles impolutas. Cabe, quién sabe, que sean alucinaciones psicodélicas las que me provocan imágenes de esos centros de reunión y asueto que siempre han sido los parques urbanos, en los que ahora veo parterres abandonados en los que hace mucho dejó de crecer el césped para dar paso en cambio a la suciedad y a la tierra seca; quizás yo dramatizo y en realidad esos parques orensanos sean hoy un ejemplo de ornato y cuidado.

A lo mejor estoy también exagerando, y las pintadas que “adornan” monumentos, fuentes, portales, barandillas y las piedras centenarias de nuestro casco histórico, en lugar de ser claros ejemplos del feísmo y de la desidia que se ha apoderado en estos últimos años de la ciudad, son expresiones de vanguardia sólo apreciables por personas de exquisita sensibilidad hacia las artes, como parece que ocurre aquí, pues nada se hace para paliar tanto desmán. Puede que seamos injustos los que pensamos que esta ciudad no vive sino sobrevive, deambula en precario al no renovarse concesiones públicas ya caducadas, al no contar, por increíble que parezca, con unos presupuestos aprobados desde hace más de cuatro años, o al carecer todavía de un plan de ordenación urbana que aporte seguridad jurídica a inversiones y desarrollos urbanísticos; sí, injustos porque siempre puede uno pensar que la culpa reside en otros en lugar de uno mismo, aunque es cierto que jamás se ha hecho un mínimo ejercicio de autocrítica por parte de los actuales mandatarios municipales. Los malos de verdad siempre son los otros. 

Y también cabe que los que no nos tragamos hoy tanta charlatanería acerca de nuestro potencial termal mientras vemos con desazón cómo las termas de las riberas del Miño pierden día a día el esplendor que antaño llegaron a tener, y hoy son un pasto de incivismo y vulgaridad, donde brillan por su ausencia servicios públicos y de mantenimiento, y cómo el entorno de As Burgas y de la antigua cárcel es un vertedero en medio de la ciudad, seamos por ello malos ciudadanos que no queremos nada a esta ciudad. Y es que en el mundo de la instantánea, del selfi y de las redes sociales, basta subir a ellas una foto con la cara sonriente y añadirle la etiqueta #Ourensanía para que se nos hinche el pecho de puro orgullo y nos creamos ya merecedores de por vida de las llaves de la ciudad. Aunque ese discurso resulte ya un poco cansino.

Ourense languidece; somos la tercera ciudad de Galicia pero, si no espabilamos pronto, puede que perdamos esa posición a corto o medio plazo: si hace cinco años éramos casi 108.000 vecinos hoy somos poco más de 105.000; sin embargo Lugo (cuarta ciudad) ha pasado de 96.000 a 98.000 habitantes y Santiago (quinta) sigue al alza y ya está ahora en 96.405 habitantes. Mientras otra ciudades bullen, se reinventan y transforman aquí no somos capaces de fijar nuestra población joven y evitar así su éxodo a otras ciudades; y lo peor es que la autocomplacencia de que hacen gala algunos es el paso previo al inmovilismo y a la resignación. Pero vaya, a lo mejor yo estoy equivocado y somos sólo unos pocos los que creemos que esta ciudad está malherida, necesitada de soluciones sin dilación. A lo mejor todo se arregla con una sonrisa y un “Amo Ourense” publicado en las redes, y entonces el trabajo ya esté hecho y la ficción se convierta en alegre realidad. Pero me temo que la realidad es mucho más terca que la ceguera de alguno.

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