Opinión

Cuestión de sentimientos

Guillermo Peregrino no sabe a qué atenerse. Resulta que es español porque le tocó nacer aquí, en un pueblo del interior de Galicia; además es gallego, claro, y a mucha honra, y por nada del mundo cambiaría sus ríos, montañas y costas por otras de cualquier lugar. Nadie le podrá convencer de lo contrario: para él, su hogar, su pueblo y sus paisanos son únicos. Y mira que le tocó pasar penurias de niño: recuerda su humilde infancia en la aldea; sus padres, casi analfabetos, deslomándose de sol a sol en las tierras para que a él y a su hermano menor no les faltara de nada. De nada básico se entiende, pues los lujos no iban más allá de una modesta paga de cuatro perras para ir al único cine de la comarca los domingos. Y sin embargo, ahora lo piensa echando la vista atrás, ningún lugar hubiese sido mejor para nacer.

Con una pequeña dosis de suerte, pero gracias sobre todo a la beca lograda a base de tanto codo hincado delante de los libros, pudo ir a la capital a estudiar una carrera superior. ¡Allí todo era tan distinto! Él, acostumbrado a la vida plácida de la aldea, a su quietud y al silencio estrellado de las noches, se vio de repente engullido por la tumultuosa modernidad.

Lo pasó mal los primeros meses; como querencia propia del perdido en una refriega, hizo migas con otros de su misma tierra, y así fueron pasando el inicial mal trago. Guillermo y el resto, en mitad de la anónima urbe, se sintieron profundamente gallegos. Ser gallego como sentimiento, ser gallego como sensación íntima, más allá de planteamientos históricos, geográficos o lingüísticos. Y los que con ellos trataban no tardaron en decir, cuando los veían acercarse, eso de “ahí vienen los gallegos con su retranca”; pero al tiempo los aceptaron bien, hasta el punto de que, por qué no, ese grupo de gallegos empezaron a sentir un poco como propia esa otra tierra de acogida.

A Guillermo le salió un trabajo como becario en una multinacional de Alemania. Quiso buscar otras opciones que lo amarrasen a esta tierra, a la española, para no sentirse tan lejos de su hogar; pero no lo logró, y partió hacia ese otro país. Sus penurias no fueron como las de tantos otros que, a principios de los sesenta, llegaron allá con una mano delante y otra detrás. No, él era un tipo preparado, formado, capaz de discernir un empleo exigente de una verdadera explotación. Pero también lo pasó mal: echaba de menos el desorden, la luz, el bullicio, las noches interminables, las puestas de sol compartiendo una cerveza, la alegría innata de la gente, el olor de las tabernas al caminar por las zonas viejas de la ciudad... de cualquier ciudad de este país.

Allí añoraba todo lo que oliera a español, qué más da si era el olor de Extremadura, Asturias o Andalucía. Hizo migas con tipos que venían de todas esa regiones porque, allí lejos, la tierra de todos ellos era la misma. Él se dio cuenta de que ese lazo de unión era, como cuando aterrizó años atrás en la capital, una sensación íntima, más allá de planteamientos históricos, geográficos o lingüísticos.

Vamos de patria en patria. Erigiremos la patria de Ourense cuando en Santiago pretendan ahondar en la discriminación del interior gallego; alzaremos la voz y nos pondremos de pie cantando “Os Pinos” si alguna vez lo escuchamos en un rincón perdido de la meseta; hablaremos delicias de las gentes, la gastronomía, las costumbres y el arte románico español si alguien osa ponerlos en entredicho más allá de la frontera pirenaica... ¿Cuántas patrias seremos capaces de albergar en nuestros corazones? ¿Por qué solo una patria en lugar de muchas complementarias? ¿No será mejor aglutinar que excluir? ¿Alzar fronteras no fue, muchas veces, el preludio de aciagas ansias de conquista? Ustedes dirán.

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