Opinión

¿Qué culpa tengo yo, Aylan?

No me pongas esa imagen; ¿acaso quieres que me sienta culpable? ¡Pues dime qué podría hacer yo! No, no juegues con mis sentimientos, no caigas en el sensacionalismo que siempre se vuelve sensiblero y fácil cuando hay un niño de por medio. No, no me escandalices con esas imágenes escandalosas, con la estampa de ese juguete roto varado en la orilla de la playa, que en lugar de juguete resultó ser el cadáver de un crío de pocos años.

Yo no estaba en esa playa, yo no estaba en ese país; yo no pude socorrerlo, no pude nadar hacia él para traerlo sano y salvo a esta tierra, ya sabes, a la tierra prometida para tantas decenas de miles de incautos. ¿Qué ganas tú ahora con enseñarme el cuadro más macabro pintado sobre pieles morenas que esconden tantos huesos rotos? No, yo no estaba allí; por eso no me siento identificado con los responsables de semejante matanza. Ya sabemos quiénes son los culpables; son los que provocan las guerras en esos países cercanos, pero a la vez tan lejanos, que a nuestra conveniencia los convertimos en aliados. Culpables son los que provocan el hambre y la miseria en países de ingentes recursos naturales oligárquicamente administrados. Culpables son los señores de la guerra, marionetas a merced de anónimas manos. Hasta aquí, ¿verdad?, todos estamos de acuerdo. Ellos, y solo ellos, son los verdaderos culpables.

¿Pero yo qué tengo que ver en todo eso? Tan solo soy un pobre individuo de esta vieja y gloriosa Europa; tan solo soy un tipo que tuvo la modesta suerte de nacer en un lugar apacible y sereno, a salvo de hambrunas, caos y desesperación. Tan solo me fue dado ser un ciudadano sin capacidad alguna para abrir fronteras ni detener guerras; soy un súbdito de naciones y de estados que se enorgullecen de su pasado, precursores del verdadero humanismo; aquí, de este lado de la frontera, nació la revolución de las ideas, con su libertad, igualdad y fraternidad; también parimos la revolución industrial, consagramos los derechos de la clase obrera y trajimos los avances tecnológicos más inusitados.

De este lado de la frontera nos llamamos en los corrillos del poder la Europa de los pueblos solidarios. Y aún relucen los flashes que deslumbraron a los magnates de la Unión Europa, cuando en el año 2012 le fue concedido el Premio Nobel de la paz por haber contribuido, rezaba el comunicado oficial, a lo lardo de décadas al avance de la paz y reconciliación, la democracia y los derechos humanos. Una paz que se entiende interna, una paz que llega hasta donde termina el espacio Schengen, pues un centímetro más abajo se dibuja en la tierra la frontera de la guerra; más allá se extiende el lado oscuro, al que no conviene mirar de frente porque daña la vista y la conciencia.

Defendemos, claro, unos derechos humanos que son los nuestros, pues nunca permitiríamos a nuestros hijos que quedasen tirados como perros ahogados en arenosas playas del mediterráneo. Por eso levantamos fronteras, proponemos alambres de espinos y construimos muros gigantescos protegidos por los señores de negro. Para que no se nos estropee jamás nuestra querida y envidiada solidaridad.

¿Qué podía haber hecho yo por ti, Aylan? Yo no estaba allí, en esa playa; estaba en mi casa, inmune a tu desgracia, ajeno a tu particular guerra, desoyendo tu hambre y tu dolor. Pero por si acaso, siquiera sea para limpiar mi maldita conciencia, te pido de modo póstumo perdón, niño, allí donde estés. Porque, aunque no sepa bien cómo ni en qué grado, sí sé que en el fondo, y pese a querer convencerme de lo contrario, yo también soy uno de los culpables. Yo también te he matado.

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