Opinión

Ética y leyes

Dónde acaba el reinado de las leyes positivas y empieza el de la moral y la ética particular? ¿Han de estar influenciados los legisladores por sus convicciones  ético/religiosas? ¿Cabe dar entrada a la religión en el cuerpo normativo de un país, en sus leyes y códigos, o por el contrario aquélla ha de quedar vedada, como inspiración lejana siquiera, de la faceta legislativa? La separación entre Iglesia y Estado, entendida como la no injerencia de aquélla en el manejo de los asuntos políticos, germinó con el humanismo renacentista, eclosiona con la revolución francesa, que bebe de la Ilustración, y se hace principio en las revoluciones liberales europeas del siglo XIX, llegando hasta los tiempos  actuales. Es cierto que en España no aprovechamos muchas veces los vientos humanistas y de progreso que soplaban en el resto de Europa, y así, durante la dictadura de Franco -no lo olvidemos, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, según la leyenda inserta en las monedas de la época-  regía en España el nacionalcatolicismo (“La religión católica, apostólica, romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”), superada esa época hoy nuestra Constitución reza (artículo 16,3): “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. Tal redacción, aparentemente sencilla, engloba un dilema para no pocos: ¿es lo mismo un Estado aconfesional que un Estado laico? España es constitucionalmente aconfesional pero, a decir de algunos, la persistencia de los Acuerdos Internacionales con la Santa sede, el destino de fondos públicos a la Iglesia, las exenciones fiscales, etc…, chocan frontalmente con el concepto de  “Estado laico”; otros en cambio señalan que la laicidad (o aconfesionalidad) no es sinónimo de laicismo (animadversión, actitud enfrentada y beligerante con la Iglesia). Debate que entronca con la Filosofía del Derecho y la Teoría Constitucional y que excede con creces del objeto de estas modestas líneas.

El común de los mortales se puede perder cuando de disquisiciones filosóficas se habla; el ciudadano de a pie puede no interiorizar que los lindes entre Derecho y Ética son difusos a veces, que las leyes pueden entrar (y muchas veces lo hacen) en contradicción, que el conflicto de derechos en liza ante una misma situación exigirá siempre la prevalencia de uno en detrimento del otro… Y resulta difícil hacer entender que no se puede legislar para cada caso particular, ni son buenos los cambios con el cadáver sangrante aún caliente, la ira desbocada, la masa enfurecida y los reportajes sensacionalistas aprovechándose de la carnaza y de las más bajas pasiones. Somos, al fin y al cabo, seres humanos llenos de debilidades. Pero hay cuestiones que llevan tiempo encima de la mesa cuya solución, estrictamente  jurídica, parece que no admite más demora. Una de ellas es la regulación de la eutanasia: el miércoles un hombre de 70 años fue detenido por haber suministrado una sustancia para ayudar a morir a su mujer, de 61 años, afectada desde hace 30 años de una enfermedad terminal irreversible (esclerosis múltiple); ella (cuando aún podía razonar) se lo había pedido muchas veces. Aquello no era vida. Ni para ella ni para los que estaban a su lado. Su marido le quitó la vida (estrictamente hablando) y se enfrenta a pena de años de cárcel. Para unos será un asesino. Para otros un marido que solo cumplió el deseo de la mujer a la que amaba, convertida en  un vegetal, carente de voluntad propia. El último acto de amor. ¿No creen que ello merece una pronta solución?

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