Opinión

Formas, gestos y poses

Hay una norma no escrita en Derecho: la forma es tanto o más importante que el fondo. Esta máxima conduce a veces a ganar pleitos que de entrada pueden parecer perdidos. Pasa con relativa frecuencia en los litigios contra la administración pública, cuando ésta omite algún trámite esencial en el procedimiento sancionador, que conduce al juez a estimar la pretensión del particular, pese a que, en el fondo, era merecedor de la sanción administrativa. O en el ámbito penal cuando la prueba irrefutable, la que ha de servir para dictar sentencia condenatoria, se ha obtenido de modo irregular o se ha vulnerado un derecho fundamental. Entonces ha de absolverse al reo, pese a que nadie puede dudar de que, efectivamente, haya cometido el delito del que se le acusaba. Así se ganan o pierden pleitos por despistes formales que conducen a conclusiones distintas de las que el fondo podía hacer suponer. De ahí que el Derecho sea fondo y forma casi a partes iguales. O sin casi.

Algo parecido pasa en la vida cotidiana; la forma en la que uno expresa sus razones, sus puntos de vista sobre determinados asuntos será, bien bagaje adecuado, bien lastre insalvable para convencer a otros de la verdad de su postura. Hay personas que se conducen como auténticos borregos, o que se sienten cómodos en el lenguaje procaz y barriobajero. Son los reyes del malevaje. Estos se enorgullecen de la forma rastrera, fangosa. Dicen que hay que ser naturales, nada de encorsetamientos cursis. Pero confunden la espontaneidad con la falta de modales y del respeto al prójimo; la bravura con lo chulesco, la gracia connatural con la chabacanería macarra. Estos se pierden a la primera frase, a los primeros sapos que escupen por su boca o por su pluma. Y solo la jauría que le rodea y le pide más leña al mono lo sostiene artificiosamente en lo más alto. Algunos de ellos se vanaglorian de ser algo así como los bufones de lo público. A lo mejor a ustedes en este instante les viene a la cabeza más de uno. Y seguro que no se equivocan.

Y luego están las formas en la política: el buen orador tendrá un buen trecho ganado con el verbo fácil y la palabra certera; en cambio al patán del lenguaje se le hará más difícil comunicar bien su mensaje. Claro que obras son amores, pero cuando es necesario el poder de convicción para persuadir al respetable, el que domina las formas sale con ventaja en la carrera. Es cierto también que a veces se cae en la tentación de unir al poder de la oratoria el gesto preciso para la galería; esa instantánea cogida al vuelo por el flash, tantas veces ensayada ante el espejo, y tantas veces preparada con los más íntimos asesores. Se busca el efectismo, la sorpresa en el adversario, dejarlo sin poder de reacción. Seguramente se logre la primera plana del periódico y la instantánea más impactante. Y dirán de él que, además de comunicador, controla como nadie la escena.

Lo que se dice un líder, vamos. Y entonces se crece tanto y tanto al ver que está alcanzando el efecto deseado, al ver que acapara la atención de focos y miradas, que va un paso más allá: de la palabra precisa y el gesto sorpresivo pasa rápidamente a la pose teatral. Casi se ha ganado el favor de todos, así que no importa perder algo de esencia y veracidad. Ahora lo que toca es soltar la frase hiriente y provocadora, que indigne y soliviante a unos y enardezca a los de acá; ahora toca representar el último acto, el más impostado. Ese ceño fruncido mientras se arenga a las milicias en las barricadas es más efectista que la frase ya casi olvidada. Ahora toca escandalizar como lo hace ese beso deslenguado delante de un grupo de beatas. El líder está tan borracho de gloria que no sabe parar. La frescura deja paso a la teatralidad. Pero la partida ya está ganada. Al menos eso creen los suyos. Borrachos también de tanta gloria.

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