Opinión

La primera imagen

La primera vez que fue a visitarlo a su nueva morada se lo encontró sentado en una silla de ruedas conducida por un chico joven sonriente de pantalón blanco, camiseta blanca de mangas cortas y zuecos del mismo color; se preguntó entonces cuál sería la primigenia imagen de él que su mente había grabado en el cerebro, lista para consultarla cuando llegase el momento, como quien acude a una hemeroteca para rescatar una concreta instantánea del pasado. El primer retrato de los seres que han formado parte de nuestras vidas y que la guardamos junto al resto de rostros en esa biblioteca de cabida casi infinita que es nuestro cerebro. Allí moran todas esas fotografías virtuales de los hombres y mujeres que nos han marcado a lo largo de los años, como si un día de un pasado muy remoto ellos nos hubiesen dicho, ¡oye!, fíjate en mí sólo un instante, éste es mi rostro liso y mi cuerpo terso y libre de achaques, ésta es mi mente lúcida capaz de pensar y de dar órdenes a mis extremidades. Cuando me veas dentro de muchos años presa de los estragos de la salud y la falta de razón, cuando quizás ya no te reconozca, piensa que no siempre fui así. Y ahora, delante de él, viéndolo frágil, vulnerable, incapaz de valerse por sí mismo, con la mirada perdida, con la sonrisa inconsciente de quien sonríe sin saber que lo hace, rescató esa primera imagen del hombre alto y fornido que fue, de su andar recto, casi altivo, de su carácter difícil y tozudo…, y casi no lo consigue; todo aquello había desaparecido bajo la tiranía de los años, y hoy solo veía enfrente a un padre que apenas lo conocía. 

Le dio un beso en la frente huesuda. Qué tal estás, le preguntó, mientras no podía dejar de mirar las manos que temblaban sin cesar. No obtuvo respuesta, tan solo una mirada que parecía preguntar a su vez quién era aquél que le hablaba. ¿Estás bien?, insistió el hijo. Bien, respondió al fin autómata el padre, más como repetición de la última palabra que había escuchado de su interlocutor que como voluntaria respuesta. El hijo no le quería preguntar si sabía quién era él porque le daba miedo la respuesta; no quería escuchar otros nombres, otros parentescos imposibles, otros sonidos ininteligibles. Sacó una chocolatina del bolsillo y empezó quitarle el envoltorio; la mirada del padre adquirió entonces un fugaz atisbo de vida, reaccionando como lo haría un niño pequeño ante la oferta de una golosina. 

Acercó la mano temblorosa, huesuda, llena de manchas de vejez; al llevarse a la boca el trozo se le escurrió entre los dedos y fue a para al suelo, pero él no se dio cuenta y metió en la boca los dedos vacíos. Al hijo le pareció incluso que empezaba a masticar. Espera, papá, toma este otro trozo, le dijo, acercándoselo él mismo hasta la boca. Y esa palabra tan común en nuestras vidas y cuyo significado se nos hace tan familiar de tan repetida, papá, ahora cobró para el hijo un sentido distinto, desconocido hasta ese momento. Llamar así a aquel ser sin apenas voluntad propia, absolutamente desvalido, quien había perdido ya para siempre los recuerdos del propio hijo que ahora le hablaba, trazaba entre ellos una extraña relación. 

El padre, al terminar de masticar el trozo de chocolate, miró al hijo y extendió la mano pidiendo más. Éste le ofreció otro bocado, pero no quiso mirar a los ojos al padre. No quiso encontrarse con una mirada ida, perdida en un rostro desencajado a cada movimiento de las mandíbulas. Viajó como salvación a su infancia para rescatar de sus recuerdos la primera imagen que había grabado de su padre. Como puro instinto de supervivencia frente a la congoja. La rescató, y sólo entonces pudo mirar de nuevo al padre anciano que sostenía en el aire su mano temblorosa pidiendo más. Incapaz de reconocerlo y llamarlo por su nombre.

Te puede interesar