Opinión

Más allá de los lamentos

Nos ha estremecido la carta de despedida que el niño Diego González dejó escrita a su familia justo antes de tirarse por la ventana de un quinto piso. El chaval no aguantó más. Un crío que adoraba a sus padres (“nunca os olvidaré”, les dice), que también se despide con muchísimo cariño de su abuelo, de su tío y de su hermanastra, decide no obstante que no merece la pena vivir. Y como disculpándose (hasta ahí alcanzó su ternura), como si, pidiendo perdón, quisiera darle a ese acto mortal el sentido que nunca podrá tener, pensando quizás que el desconsuelo de su familia será menor, nos dice por qué se quita la vida: “Os digo esto porque yo no aguanto ir al colegio y no hay otra manera para no ir”. Bien, a partir de aquí, justo después de saber la razón por la que Diego prefirió morir, sobra todo lo que yo pueda escribir, aunque lo tenga que seguir haciendo; sobran también, aun cuando suenen sinceras, esas palabras de abatimiento o de estupor que se han vertido en las redes sociales al conocerse la carta: “Qué horror”, “estremecedor”, “espeluznante”, “me he quedado hundido”, y más... Todo esto, perdónenme, no sirve de nada.

Esa carta, esas palabras de un niño de 11 años llenas de amor, que solo al final se atreven a insinuar lo terrible de su sufrimiento en el colegio, se han hecho públicas ahora; pero el niño se mató el pasado mes de octubre. Los padres iniciaron entonces una lucha para esclarecer lo que había ocurrido. Su hijo, querido por ellos, por su abuelo y por el resto de la familia, estudiante brillante, había preferido morir como mal menor antes que volver al colegio. ¿Cómo no creerlo? ¿Cómo no convencerse de que algo gravísimo le tuvo que suceder en el patio o en las aulas de ese centro? Pero tanto la Consejería madrileña de Educación como la dirección del colegio concluyeron que no había caso.

Lo que era tanto como decirles que el chaval debió de tener un mal día, que lo sentimos mucho, de veras, créannos, pero... ¡qué le vamos a hacer! Así es la vida. Les acompañamos en el sentimiento. Caso cerrado. Y en ese momento los padres, que habrán leído mil veces la carta de su hijo Diego, seguramente con la tinta corrida de tantas lágrimas desesperadas derramadas sobre ella, hacen público el lamento de su hijo, su última y estremecedora voluntad. Su denuncia velada. Y sus padres gritan que ¡claro que tiene que haber caso!, que su hijo ha muerto, ¡coño!, no porque sí, no porque ese fatídico día estuviese especialmente triste, sino porque en el colegio, sencillamente, le quitaron para siempre las ganas de vivir. A su hijo, que lo tenía todo para ser feliz.

Decía antes que sobra todo lo que yo pueda decir y lo que puedan exclamar ustedes después de leer la carta de despedida de Diego González. En cambio no sobra acercarse al niño que camina cabizbajo en el recreo para interesarse por lo que le pasa; puede que el gallito cobarde del patio se esté ensañando con él. No sobra tampoco darse cuenta de que, últimamente, el niño está muy callado en casa, y no quiere contarnos nada de cómo le ha ido en el colegio; quizás solo pretende olvidarse cuanto antes de las sesiones de tortura a las que le someten. Y no sobra reconocer ahora, abiertamente, que usted y yo, de alguna manera que aún se me escapa, no estamos haciendo las cosas del todo bien. Si alguna vez hemos dejado de lado la burla del grupo al dentudo del patio, la mofa al feo de la clase, la risotada dirigida a la gorda de gimnasia, o el pescozón por detrás al rarito que no habla con nadie, habremos disfrazado de normalidad puñales hirientes clavados en el alma de esos pobres chavales.

Quizás Diego no aguantó tanta puñalada. Pero fue tan valiente que ocultó su desgracia hasta el final a la gente que más quería. Ahora toca a todos recapacitar. Mucho más allá de los lamentos.

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